Michael Löwy, Transformación del populismo en América Latina (1989).
En la mayor parte de los países del continente latinoamericano (América Central y Chile constituyen las excepciones), los trabajadores, los obreros y los campesinos no han alcanzado la independencia de clase. No son las fuerzas del movimiento obrero —siquiera reformista— quienes los organizan políticamente, sino fuerzas burguesas de un tipo peculiar: los movimientos denominados populistas. Comprender estos movimientos y definir una estrategia correcta hacia ellos es una condición para avanzar hacia la independencia de clase.
El problema
Miles de veces los revolucionarios han enterrado el populismo; hemos decretado que el peronismo atravesaba su última crisis, que el aprismo estaba hundido, etc. Hemos explicado a menudo que, en las condiciones económicas y políticas actuales, ya no era posible llevar adelante una política populista de redistribución de la renta, y que el ciclo de los gobiernos populistas estaba agotado.
Ahora bien, ¿qué es lo que ha pasado en realidad? El APRA viene de lograr una victoria espectacular en Perú. En Brasil, Brizola, el heredero de Vargas y Goulart, aparece como el más probable triunfador en las futuras elecciones presidenciales directas. En Argentina, Menem, el candidato del peronismo, acaba de lograr en las elecciones presidenciales un triunfo aplastante sobre el candidato del partido radical. Los partidos llamados populistas gobiernan en la mitad del continente: México, República Dominicana, Costa Rica, Venezuela... Es cierto que algunos desarrollos —especialmente la formación del PT y de la CUT en Brasil— muestran la posibilidad, en las condiciones históricas actuales, de operar avances importantes más allá del populismo, hacia la independencia sindical y política de clase. Pero está lejos de ser la perspectiva actual en la gran mayoría de los países de América Latina.
Intento de definición
El término “populismo” es sumamente confuso e impreciso. Si bien sus orígenes se remontan al populismo ruso —los terroristas de Narodnaia Volia (La Voluntad del Pueblo) y luego el PSR (los “socialrrevolucionarios”)—, se lo emplea de manera harto vaga, y es evidente que los movimientos de América Latina designados con ese nombre tienen pocas cosas en común con el modelo ruso de principios de siglo.
Existe una vasta literatura, tanto académica como marxista, sobre el populismo en general y el latinoamericano en particular. Nosotros nos limitaremos aquí a América Latina.
Los sociólogos burgueses están lejos de ponerse de acuerdo en la caracterización del populismo: por ejemplo, para Gino Germani, se trata de la manifestación política de las masas tradicionales y autoritarias, en desfasaje con la modernización. Por el contrario, según Torcuato Di Tella, es el producto de la “revolución de las expectativas” de los sectores populares urbanos, suscitada gracias a la radio, la prensa, etc., que crean nuevas necesidades en términos de consumo, condiciones de
vida, etc. Estos análisis son sumamente superficiales, y no presentan
sino un interés limitado.
Más interesante son los estudios de orientación marxista de la escuela dependentista, fundamentalmente del Brasil (Francisco Weffort, Octavio Ianni, Fernando Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini). Para estos autores, el populismo ha sido la expresión de un ciclo económico preciso: el período de industrialización por sustitución de importaciones, que condujo a una cierta redistribución de la renta.
Esta hipótesis es más interesante, pero muy economicista: no permite comprender el resurgir del populismo actual, una vez concluida la política de la industrialización “nacional” por sustitución de importaciones.
Otra tentativa de interpretación que se reclama del marxismo es la del argentino Ernesto Laclau: el populismo sería la ideología popular–democrática, presente en articulaciones con distintas formas de discurso de clase (fascismo, nacionalismo, socialismo). Este análisis termina por presentar a Hitler, Perón y Mao como variantes del populismo... Se trata de un método ideologizante, abstracto, que no da cuenta de la especificidad del fenómeno.
Finalmente, para el punto de vista del marxismo revolucionario, el populismo es percibido como un movimiento policlasista, bajo la hegemonía de una dirección burguesa y una ideología nacionalista. En este cuadro, podríamos adelantar una definición provisoria: el populismo es un movimiento político —con diversas formas de organización (partido, sindicatos, asociaciones diversas)— poseedor de una gran base popular (de obreros, campesinos y clases medias), bajo una dirección burguesa/pequeño burguesa y el liderazgo carismático de un caudillo. Una vez en el poder, este movimiento, que pretende representar al “pueblo” en su conjunto, adopta una política bonapartista, pretendidamente por encima de las clases, pero en último análisis al servicio de los intereses del capital (lo que no impide fricciones con sectores de la burguesía). Puede también —sobre todo si existe una presión de base— otorgar concesiones económicas y sociales a las clases explotadas y/o tomar ciertas medidas de tipo antimperialista.
Como ejemplo, podríamos mencionar: el peronismo (“justicialismo”), el varguismo (“travalhismo”), el APRA, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) de Bolivia, Acción Democrática de Venezuela, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, el Partido Revolucionario Democrático (PRD) dominicano, el Partido Liberal Nacional (PLN) de Costa Rica, el Partido Nacional Popular (PNP) de Jamaica. Se podría agregar, como una variante, el populismo militar, generalmente efímero: Torres en Bolivia, Velazco en Perú y Torrijos en Panamá.
Aspectos del populismo
Examinaremos detenidamente los diversos aspectos de esta definición:
• dirección burguesa/pequeño burguesa. Generalmente, el personal dirigente de los movimientos populistas [6] de extracción pequeñoburguesa, pero su política sirve a los intereses de la burguesía. Como dijimos, los conflictos son posibles en función de la naturaleza bonapartista del poder populista. Habría que añadir la existencia, en una posición subalterna pero importante, de una burocracia de origen obrero a la cabeza de los sindicatos populistas.
• líder carismático. El “caudillo”, el jefe popular, juega un rol esencial en la formación y la permanencia del movimiento. Más allá de las diversas formas orgánicas que tome el populismo, aquel le da unidad, visibilidad, influencia de masas. Perón y Vargas son los dos ejemplos paradigmáticos, pero también pueden mencionarse a Haya de la Torre, Paz Estenssoro, Bétancourt, Cárdenas, Pepe Figueres, Brizola, etc. Este rol resulta, a la vez, de cierta tradición cultural (el caudillismo), que se remonta al siglo XIX, y de la estructura “vertical” y autoritaria del movimiento populista.
• la base social, generalmente con predominio de sectores urbanos: trabajadores, capas pequeñoburguesas, ciertos sectores de la llamada “burguesía nacional” (Argentina, Brasil, Perú); aunque en otros países incluye capas campesinas (México, Bolivia). La influencia política de masas del populismo es, antes que nada, electoral, aunque en ciertas ocasiones puede ser militante, activa y organizada (peronismo, aprismo). Ella se ejerce también a través de sindicatos obreros y campesinos, dirigidos por una burocracia sindical amarilla y corrupta (pelegos en Brasil, charros en México, etc.) más o menos ligada al estado.
• la ideología. El nacionalismo pequeñoburgués, a la vez antimperialista y anticomunista; según los períodos, es uno u otro el que predomina, incluso en el curso de la historia del mismo movimiento.
Por ejemplo, el APRA fue predominantemente antimperialista en un principio (años veinte y treinta) para devenir ferozmente anticomunista y proestadounidense en los años cincuenta y sesenta (actualmente tendría lugar un nuevo giro). El varguismo, por el contrario, ha sido ferozmente anticomunista en 1935–1942, para llegar a acuerdos tácticos con el PC brasileño entre 1945 y 1955...
La ideología populista se dirige al “pueblo” en su conjunto, o a la “nación” como un todo, aunque puede conceder también un lugar de privilegio a los trabajadores (Perón, Vargas, Cárdenas). A pesar del rol “homogeneizador” del caudillo, los movimientos populistas son política e ideológicamente muy heterogéneos: suelen tener un ala derecha fascistizante (anticomunista, nacionalista de derecha, a veces antisemita), un centro nacional–reformista hegemónico, y un ala izquierda socializante (influenciada por el marxismo). Esta heterogeneidad provoca a menudo escisiones, especialmente hacia la izquierda.
• el poder populista. Se trata de regímenes de tipo bonapartista que se presentan como árbitros por encima de las clases, y que se apoyan tanto en la patronal y el ejército, como sobre los sindicatos y las movilizaciones populares. Su programa apunta al desarrollo industrial, especialmente a través de la sustitución de importaciones, y a la expansión del mercado interno. Esto puede conducir a fricciones y conflictos con la oligarquía terrateniente y la puesta en marcha de reformas agrarias parciales (México, Bolivia, Perú, Venezuela, etc.)
También son posibles conflictos y rivalidades con el imperialismo, con la expropiación de materias primas (petróleo, minas). Para ganarse el sostén de los trabajadores pueden realizar importantes concesiones, bajo la forma de aumentos salariales, salario mínimo garantizado, estabilidad en el empleo, seguridad social, etc., lo que constituye a menudo un mejoramiento efectivo en las condiciones de vida de las masas trabajadoras. Al mismo tiempo, toda movilización independiente de los trabajadores es reprimida, y los sindicatos son sometidos, a menudo de modo orgánico, al estado (Brasil). La burocracia sindical tiende a convertirse en un apéndice del aparato del estado, y sirve para neutralizar toda lucha autónoma.
La era dorada: el populismo en el poder (1944–1964)
A excepción de México, que constituye un caso particular (el gobierno de Cárdenas en los años treinta), es después de la guerra cuando se configuran los grandes gobiernos populistas de Argentina, Brasil, Bolivia, Costa Rica, Guatemala. En Bolivia, en 1952, tuvo lugar una verdadera revolución interrumpida (para retomar el término empleado por Adolfo Gilly al referirse a la revolución mexicana de 1910–1917), y esto explica, por qué las primeras reformas concedidas por el MNR han sido tan radicales: expropiación de las minas, reforma agraria, disolución de las viejas fuerzas armadas de la oligarquía, etc. En Guatemala se asistió a un caso particular de “bonaparlismo de izquierda” (Jacobo Arbenz) en función de la influencia del Partido Comunista en el movimiento de masas y en ciertos engranajes administrativos del estado. En Brasil y en Argentina, las reformas son otorgadas desde arriba y la movilización obrera y popular es controlada por el aparato político y sindical populista.
Durante este período, los gobiernos aplican una política nacionalista o desarrollista de industrialización por sustitución de importaciones, apoyándose en el denominado “pacto populista” entre la burguesía industrial y los sindicatos: la “paz social” a cambio de aumentos salariales, de leyes sociales, etc.
El stalinismo va a jugar un rol muy importante en los inicios y el triunfo del populismo entre 1944–1946: en Argentina y en Bolivia, se alía con la derecha oligárquica y el imperialismo contra el populismo —calificado de “fascista”—, dejando así a Perón y al MNR el monopolio de las reivindicaciones nacionales; en Brasil, por el contrario, apoya acríticamente al varguismo y sus maniobras políticas. La lógica última de estos comportamientos, aparentemente contradictoria, es la misma: la neutralidad de Perón durante la guerra mundial y la posición prosoviética de Vargas (quien se convertía así, automáticamente, en un aliado de la URSS)... ¡El único criterio fue la política exterior soviética!
Ninguno de estos regímenes bonapartistas logró cumplir con las tareas de una verdadera revolución democrático–burguesa: no resolvieron la cuestión agraria —sea porque no tuvo lugar reforma agraria alguna (Brasil, Argentina), sea porque no tuvo ascendiente sobre los campesinos (Bolivia)—; no rompieron con el imperialismo ni obtuvieron una verdadera independencia nacional; sus planes de industrialización independiente fracasaron y la “burguesía nacional” eligió la vía de la asociación con el capital extranjero; finalmente, en ninguno de estos países se estableció una democracia estable. Esta experiencia histórica confirma así las hipótesis de Trotsky en La revolución permanente.: bajo una dirección burguesa, las conquistas democráticas (agrarias, nacionales, etc.) son limitadas, parciales y efímeras.
La crisis del populismo (1960– 1976)
La aspiración de sectores dinámicos de la burguesía a una política de desarrollo asociada al capital imperialista; la inquietud de las clases dominantes frente a un movimiento obrero y popular que amenazaba escapar a su control y la tendencia del imperialismo a favorecer los regímenes autoritarios, han conducido a los golpes de estado militares que voltearon a los gobiernos populares de Perón, Vargas y Arbenz en 1954–1955, y diez años más tarde, los de Goulart y Paz Estenssoro: el populismo entra en su etapa de crisis.
Esta crisis se intensifica a partir del triunfo de la revolución cubana en 1958 (el propio Movimiento 26 de Julio había nacido de una corriente populista: la Juventud Ortodoxa). Los acontecimientos cubanos tuvieron un gran impacto sobre las izquierdas del populismo de distintos países, provocando escisiones y la formación de grupos que evolucionaban hacia el marxismo y la revolución. Es el caso de Perú con el MIR (proveniente del APRA) de Luis de la Puente y Ricardo Napurí; de Venezuela, con la formación también del MIR, proveniente de Acción Democrática, animado por Domingo Alberto Rangel, Américo Martín y Moisés Moleiro. Rupturas más confusas e incompletas tuvieron lugar en Bolivia, con la formación del PRIN de Juan Lechín; en Argentina, con la constitución de Montoneros, y en Brasil, con el compromiso de los oficiales próximos a Brizola en los grupos de la izquierda armada (por ejemplo, el VAR–Palmares).
De un modo general, el campo político en el curso de los años sesenta y de los primeros setenta tendió a polarizarse entre revolución y dictadura militar, entre Cuba y el imperialismo. El espacio para el populismo nacional reformista se angostaba. El varguismo desaparecía, el peronismo se debilitaba, Acción Democrática y el APRA devenían abiertamente proimperialistas, el MNR se dividía en mil pedazos, etc. Es el momento en que el ciclo populista parecía ser un capítulo cerrado en la historia de América Latina.
La renovación socialdemócrata del populismo (de 1976 a hoy)
Históricamente, la Internacional Socialista (IS) —es decir, la socialdemocracia como corriente internacional— nunca tuvo demasiada influencia en América Latina, a excepción de Argentina y Uruguay. Su orientación resueltamente anticomunista y sus ligazones con el imperialismo estadounidense (vía el Partido Demócrata de los Estados Unidos) la hacían poco atrayente a los ojos de las masas. Con el impacto de la revolución cubana en el cono sur, las fuerzas socialdemócratas de Argentina y Uruguay entraron en crisis, sus juventudes se hicieron castristas y la IS perdió sus últimos apoyos en el continente (el PS chileno jamás había adherido a la IS).
Ahora bien, a partir de 1976 comienza una ofensiva política de la IS en América Latina que será coronada por el éxito. El punto de partida es el congreso de la IS que tuvo lugar en Ginebra en 1976, y donde se eligió a Willy Brandt para la presidencia de esa organización.
El mismo año tuvo lugar en Caracas el encuentro de dirigentes social-demócratas europeos y populistas latinoamericanos (en que participaron Haya de la Torre, Muñoz Ledo, etc.)
Las razones de esta ofensiva de la IS son múltiples: ante todo económicas —la crisis del petróleo en 1974 y la rivalidad del capital europeo con el estadounidense—, pero también ideológicas: un cierto declive de la guerra fría y el traumatismo que provocó en Europa el golpe de estado militar (sostenido por Estados Unidos) contra el gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende en 1973.
El primer gran éxito de esta nueva orientación es el encuentro de Vancouver en 1978, donde 29 organizaciones latinoamericanas participan del congreso de la IS. A propuesta de los socialdemócratas suecos, se constituye un “grupo de trabajo” de la IS sobre América Latina, animado especialmente por Manley (PNP jamaiquino) y Peña Gómez (PRD dominicano), lo que significa una victoria de los suecos y sus aliados frente a la orientación más derechista del PSD alemán y de sus clientes latinoamericanos: Obdubar (PLN de Costa Rica) y Gonzalo Barrios (AD de Venezuela). Este mismo año, la IS avanza en este sentido, cuando interviene diplomáticamente (contra EE.UU.) en defensa de las elecciones libres en la República Dominicana, que dieron la victoria a Antonio Guzmán, del PRD.
En 1980 se reunió en Santo Domingo la “Primera Conferencia Regional de la IS para América Latina y el Caribe”, con la participación de decenas de organizaciones políticas latinoamericanas, en un arco político que va desde el Partido Liberal de Colombia (formación de la gran burguesía reaccionaria) hasta... el FSLN nicaragüense. El elemento predominante lo constituían, no obstante, los partidos populistas del continente (APRA, AD, PRD, PLN, PNP). Las decisiones adoptadas significaron un vuelco diplomático importante: sostener al FSLN y al FDR salvadoreño, en oposición a la política de los Estados Unidos en América Central.
Sin embargo, ciertos populistas rechazan esta orientación y se mantienen en sus posiciones anticomunistas tradicionales, como el PLN de Costa Rica y la AD de Venezuela (sostenidos por Mario Soares de Portugal y otros socialdemócratas de derecha), que llevan adelante su campaña contra el sandinismo. Luego se sumará el rechazo de otros sectores, y el conjunto de la IS y sus aliados latinoamericanos dejarán de sostener al FSLN y al FDR para limitarse a una política de arbitraje en el cuadro del Grupo de Contadora.
Falta saber aún por qué la mayoría de las fuerzas populistas del continente tienden hacia fines de los años setenta a “socialdemocratizarse”.
Podrían adelantarse algunos elementos explicativos para comprender este cambio:
• la política favorable a las dictaduras de la administración estadounidense (Nixon y enseguida Reagan) obliga a las fuerzas opuestas a los regímenes militares a buscar apoyos en Europa. Algunos dirigentes populistas (brasileños, bolivianos, chilenos) se exiliaron en Europa durante los años negros de las dictaduras militares y entraron entonces en contacto con los partidos socialdemócratas de Portugal, España, Francia, Suecia, Alemania Federal;
• el interés económico de ciertos sectores de las burguesías nativas de diversificar la dependencia y escapar así al control exclusivo del capital estadounidense;
• la pérdida de identidad nacionalista/antimperialista del populismo y la [7] necesidad de una renovación ideológica. Por el otro lado, el desarrollo del proletariado industrial y del movimiento obrero les obliga a encontrar una nueva forma de legitimidad, más “moderna”, menos usada, que el viejo paternalismo populista.
El proceso de socialdemocratización de estos partidos es desigual: en ciertos casos, es más profundo, creando formaciones híbridas, “socialpopulistas”, y jugando una doble función —populista y socialdemócrata— en el sistema político nacional (PNP en Jamaica); en otros, el lazo con la socialdemocracia es más “diplomático”, superficial, retórico (AD en Venezuela).
En la gran mayoría de los casos, no puede menos que afirmarse que estos partidos no han devenido partidos socialdemócratas —esto es, partidos obreros reformistas—, sino que permanecen como formaciones populistas, es decir, de naturaleza pequeñoburguesa / burguesa.
Esto resulta de la persistencia de su tradición populista, del tipo de lazos que mantienen con la clase obrera y los sindicatos (controlados desde el estado o a través de una burocracia pro–patronal), de su ideología, sobre todo reformista burguesa (sin referencias al socialismo), y, finalmente, de su funcionamiento clientelístico y caudillista, basado en una legitimidad carismática, muy diferente a la estructura burocrática moderna de la socialdemocracia. Dicho esto, no puede excluirse al advenimiento de una socialdemocralización parcial o total de ciertos movimientos populistas, comprendida la utilización por su parte de la referencia al socialismo (tal es el caso, por ejemplo, del PDT de Brizola en Brasil).
En la mayor parte de los países del continente latinoamericano (América Central y Chile constituyen las excepciones), los trabajadores, los obreros y los campesinos no han alcanzado la independencia de clase. No son las fuerzas del movimiento obrero —siquiera reformista— quienes los organizan políticamente, sino fuerzas burguesas de un tipo peculiar: los movimientos denominados populistas. Comprender estos movimientos y definir una estrategia correcta hacia ellos es una condición para avanzar hacia la independencia de clase.
El problema
Miles de veces los revolucionarios han enterrado el populismo; hemos decretado que el peronismo atravesaba su última crisis, que el aprismo estaba hundido, etc. Hemos explicado a menudo que, en las condiciones económicas y políticas actuales, ya no era posible llevar adelante una política populista de redistribución de la renta, y que el ciclo de los gobiernos populistas estaba agotado.
Ahora bien, ¿qué es lo que ha pasado en realidad? El APRA viene de lograr una victoria espectacular en Perú. En Brasil, Brizola, el heredero de Vargas y Goulart, aparece como el más probable triunfador en las futuras elecciones presidenciales directas. En Argentina, Menem, el candidato del peronismo, acaba de lograr en las elecciones presidenciales un triunfo aplastante sobre el candidato del partido radical. Los partidos llamados populistas gobiernan en la mitad del continente: México, República Dominicana, Costa Rica, Venezuela... Es cierto que algunos desarrollos —especialmente la formación del PT y de la CUT en Brasil— muestran la posibilidad, en las condiciones históricas actuales, de operar avances importantes más allá del populismo, hacia la independencia sindical y política de clase. Pero está lejos de ser la perspectiva actual en la gran mayoría de los países de América Latina.
Intento de definición
El término “populismo” es sumamente confuso e impreciso. Si bien sus orígenes se remontan al populismo ruso —los terroristas de Narodnaia Volia (La Voluntad del Pueblo) y luego el PSR (los “socialrrevolucionarios”)—, se lo emplea de manera harto vaga, y es evidente que los movimientos de América Latina designados con ese nombre tienen pocas cosas en común con el modelo ruso de principios de siglo.
Existe una vasta literatura, tanto académica como marxista, sobre el populismo en general y el latinoamericano en particular. Nosotros nos limitaremos aquí a América Latina.
Los sociólogos burgueses están lejos de ponerse de acuerdo en la caracterización del populismo: por ejemplo, para Gino Germani, se trata de la manifestación política de las masas tradicionales y autoritarias, en desfasaje con la modernización. Por el contrario, según Torcuato Di Tella, es el producto de la “revolución de las expectativas” de los sectores populares urbanos, suscitada gracias a la radio, la prensa, etc., que crean nuevas necesidades en términos de consumo, condiciones de
vida, etc. Estos análisis son sumamente superficiales, y no presentan
sino un interés limitado.
Más interesante son los estudios de orientación marxista de la escuela dependentista, fundamentalmente del Brasil (Francisco Weffort, Octavio Ianni, Fernando Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini). Para estos autores, el populismo ha sido la expresión de un ciclo económico preciso: el período de industrialización por sustitución de importaciones, que condujo a una cierta redistribución de la renta.
Esta hipótesis es más interesante, pero muy economicista: no permite comprender el resurgir del populismo actual, una vez concluida la política de la industrialización “nacional” por sustitución de importaciones.
Otra tentativa de interpretación que se reclama del marxismo es la del argentino Ernesto Laclau: el populismo sería la ideología popular–democrática, presente en articulaciones con distintas formas de discurso de clase (fascismo, nacionalismo, socialismo). Este análisis termina por presentar a Hitler, Perón y Mao como variantes del populismo... Se trata de un método ideologizante, abstracto, que no da cuenta de la especificidad del fenómeno.
Finalmente, para el punto de vista del marxismo revolucionario, el populismo es percibido como un movimiento policlasista, bajo la hegemonía de una dirección burguesa y una ideología nacionalista. En este cuadro, podríamos adelantar una definición provisoria: el populismo es un movimiento político —con diversas formas de organización (partido, sindicatos, asociaciones diversas)— poseedor de una gran base popular (de obreros, campesinos y clases medias), bajo una dirección burguesa/pequeño burguesa y el liderazgo carismático de un caudillo. Una vez en el poder, este movimiento, que pretende representar al “pueblo” en su conjunto, adopta una política bonapartista, pretendidamente por encima de las clases, pero en último análisis al servicio de los intereses del capital (lo que no impide fricciones con sectores de la burguesía). Puede también —sobre todo si existe una presión de base— otorgar concesiones económicas y sociales a las clases explotadas y/o tomar ciertas medidas de tipo antimperialista.
Como ejemplo, podríamos mencionar: el peronismo (“justicialismo”), el varguismo (“travalhismo”), el APRA, el Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) de Bolivia, Acción Democrática de Venezuela, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, el Partido Revolucionario Democrático (PRD) dominicano, el Partido Liberal Nacional (PLN) de Costa Rica, el Partido Nacional Popular (PNP) de Jamaica. Se podría agregar, como una variante, el populismo militar, generalmente efímero: Torres en Bolivia, Velazco en Perú y Torrijos en Panamá.
Aspectos del populismo
Examinaremos detenidamente los diversos aspectos de esta definición:
• dirección burguesa/pequeño burguesa. Generalmente, el personal dirigente de los movimientos populistas [6] de extracción pequeñoburguesa, pero su política sirve a los intereses de la burguesía. Como dijimos, los conflictos son posibles en función de la naturaleza bonapartista del poder populista. Habría que añadir la existencia, en una posición subalterna pero importante, de una burocracia de origen obrero a la cabeza de los sindicatos populistas.
• líder carismático. El “caudillo”, el jefe popular, juega un rol esencial en la formación y la permanencia del movimiento. Más allá de las diversas formas orgánicas que tome el populismo, aquel le da unidad, visibilidad, influencia de masas. Perón y Vargas son los dos ejemplos paradigmáticos, pero también pueden mencionarse a Haya de la Torre, Paz Estenssoro, Bétancourt, Cárdenas, Pepe Figueres, Brizola, etc. Este rol resulta, a la vez, de cierta tradición cultural (el caudillismo), que se remonta al siglo XIX, y de la estructura “vertical” y autoritaria del movimiento populista.
• la base social, generalmente con predominio de sectores urbanos: trabajadores, capas pequeñoburguesas, ciertos sectores de la llamada “burguesía nacional” (Argentina, Brasil, Perú); aunque en otros países incluye capas campesinas (México, Bolivia). La influencia política de masas del populismo es, antes que nada, electoral, aunque en ciertas ocasiones puede ser militante, activa y organizada (peronismo, aprismo). Ella se ejerce también a través de sindicatos obreros y campesinos, dirigidos por una burocracia sindical amarilla y corrupta (pelegos en Brasil, charros en México, etc.) más o menos ligada al estado.
• la ideología. El nacionalismo pequeñoburgués, a la vez antimperialista y anticomunista; según los períodos, es uno u otro el que predomina, incluso en el curso de la historia del mismo movimiento.
Por ejemplo, el APRA fue predominantemente antimperialista en un principio (años veinte y treinta) para devenir ferozmente anticomunista y proestadounidense en los años cincuenta y sesenta (actualmente tendría lugar un nuevo giro). El varguismo, por el contrario, ha sido ferozmente anticomunista en 1935–1942, para llegar a acuerdos tácticos con el PC brasileño entre 1945 y 1955...
La ideología populista se dirige al “pueblo” en su conjunto, o a la “nación” como un todo, aunque puede conceder también un lugar de privilegio a los trabajadores (Perón, Vargas, Cárdenas). A pesar del rol “homogeneizador” del caudillo, los movimientos populistas son política e ideológicamente muy heterogéneos: suelen tener un ala derecha fascistizante (anticomunista, nacionalista de derecha, a veces antisemita), un centro nacional–reformista hegemónico, y un ala izquierda socializante (influenciada por el marxismo). Esta heterogeneidad provoca a menudo escisiones, especialmente hacia la izquierda.
• el poder populista. Se trata de regímenes de tipo bonapartista que se presentan como árbitros por encima de las clases, y que se apoyan tanto en la patronal y el ejército, como sobre los sindicatos y las movilizaciones populares. Su programa apunta al desarrollo industrial, especialmente a través de la sustitución de importaciones, y a la expansión del mercado interno. Esto puede conducir a fricciones y conflictos con la oligarquía terrateniente y la puesta en marcha de reformas agrarias parciales (México, Bolivia, Perú, Venezuela, etc.)
También son posibles conflictos y rivalidades con el imperialismo, con la expropiación de materias primas (petróleo, minas). Para ganarse el sostén de los trabajadores pueden realizar importantes concesiones, bajo la forma de aumentos salariales, salario mínimo garantizado, estabilidad en el empleo, seguridad social, etc., lo que constituye a menudo un mejoramiento efectivo en las condiciones de vida de las masas trabajadoras. Al mismo tiempo, toda movilización independiente de los trabajadores es reprimida, y los sindicatos son sometidos, a menudo de modo orgánico, al estado (Brasil). La burocracia sindical tiende a convertirse en un apéndice del aparato del estado, y sirve para neutralizar toda lucha autónoma.
La era dorada: el populismo en el poder (1944–1964)
A excepción de México, que constituye un caso particular (el gobierno de Cárdenas en los años treinta), es después de la guerra cuando se configuran los grandes gobiernos populistas de Argentina, Brasil, Bolivia, Costa Rica, Guatemala. En Bolivia, en 1952, tuvo lugar una verdadera revolución interrumpida (para retomar el término empleado por Adolfo Gilly al referirse a la revolución mexicana de 1910–1917), y esto explica, por qué las primeras reformas concedidas por el MNR han sido tan radicales: expropiación de las minas, reforma agraria, disolución de las viejas fuerzas armadas de la oligarquía, etc. En Guatemala se asistió a un caso particular de “bonaparlismo de izquierda” (Jacobo Arbenz) en función de la influencia del Partido Comunista en el movimiento de masas y en ciertos engranajes administrativos del estado. En Brasil y en Argentina, las reformas son otorgadas desde arriba y la movilización obrera y popular es controlada por el aparato político y sindical populista.
Durante este período, los gobiernos aplican una política nacionalista o desarrollista de industrialización por sustitución de importaciones, apoyándose en el denominado “pacto populista” entre la burguesía industrial y los sindicatos: la “paz social” a cambio de aumentos salariales, de leyes sociales, etc.
El stalinismo va a jugar un rol muy importante en los inicios y el triunfo del populismo entre 1944–1946: en Argentina y en Bolivia, se alía con la derecha oligárquica y el imperialismo contra el populismo —calificado de “fascista”—, dejando así a Perón y al MNR el monopolio de las reivindicaciones nacionales; en Brasil, por el contrario, apoya acríticamente al varguismo y sus maniobras políticas. La lógica última de estos comportamientos, aparentemente contradictoria, es la misma: la neutralidad de Perón durante la guerra mundial y la posición prosoviética de Vargas (quien se convertía así, automáticamente, en un aliado de la URSS)... ¡El único criterio fue la política exterior soviética!
Ninguno de estos regímenes bonapartistas logró cumplir con las tareas de una verdadera revolución democrático–burguesa: no resolvieron la cuestión agraria —sea porque no tuvo lugar reforma agraria alguna (Brasil, Argentina), sea porque no tuvo ascendiente sobre los campesinos (Bolivia)—; no rompieron con el imperialismo ni obtuvieron una verdadera independencia nacional; sus planes de industrialización independiente fracasaron y la “burguesía nacional” eligió la vía de la asociación con el capital extranjero; finalmente, en ninguno de estos países se estableció una democracia estable. Esta experiencia histórica confirma así las hipótesis de Trotsky en La revolución permanente.: bajo una dirección burguesa, las conquistas democráticas (agrarias, nacionales, etc.) son limitadas, parciales y efímeras.
La crisis del populismo (1960– 1976)
La aspiración de sectores dinámicos de la burguesía a una política de desarrollo asociada al capital imperialista; la inquietud de las clases dominantes frente a un movimiento obrero y popular que amenazaba escapar a su control y la tendencia del imperialismo a favorecer los regímenes autoritarios, han conducido a los golpes de estado militares que voltearon a los gobiernos populares de Perón, Vargas y Arbenz en 1954–1955, y diez años más tarde, los de Goulart y Paz Estenssoro: el populismo entra en su etapa de crisis.
Esta crisis se intensifica a partir del triunfo de la revolución cubana en 1958 (el propio Movimiento 26 de Julio había nacido de una corriente populista: la Juventud Ortodoxa). Los acontecimientos cubanos tuvieron un gran impacto sobre las izquierdas del populismo de distintos países, provocando escisiones y la formación de grupos que evolucionaban hacia el marxismo y la revolución. Es el caso de Perú con el MIR (proveniente del APRA) de Luis de la Puente y Ricardo Napurí; de Venezuela, con la formación también del MIR, proveniente de Acción Democrática, animado por Domingo Alberto Rangel, Américo Martín y Moisés Moleiro. Rupturas más confusas e incompletas tuvieron lugar en Bolivia, con la formación del PRIN de Juan Lechín; en Argentina, con la constitución de Montoneros, y en Brasil, con el compromiso de los oficiales próximos a Brizola en los grupos de la izquierda armada (por ejemplo, el VAR–Palmares).
De un modo general, el campo político en el curso de los años sesenta y de los primeros setenta tendió a polarizarse entre revolución y dictadura militar, entre Cuba y el imperialismo. El espacio para el populismo nacional reformista se angostaba. El varguismo desaparecía, el peronismo se debilitaba, Acción Democrática y el APRA devenían abiertamente proimperialistas, el MNR se dividía en mil pedazos, etc. Es el momento en que el ciclo populista parecía ser un capítulo cerrado en la historia de América Latina.
La renovación socialdemócrata del populismo (de 1976 a hoy)
Históricamente, la Internacional Socialista (IS) —es decir, la socialdemocracia como corriente internacional— nunca tuvo demasiada influencia en América Latina, a excepción de Argentina y Uruguay. Su orientación resueltamente anticomunista y sus ligazones con el imperialismo estadounidense (vía el Partido Demócrata de los Estados Unidos) la hacían poco atrayente a los ojos de las masas. Con el impacto de la revolución cubana en el cono sur, las fuerzas socialdemócratas de Argentina y Uruguay entraron en crisis, sus juventudes se hicieron castristas y la IS perdió sus últimos apoyos en el continente (el PS chileno jamás había adherido a la IS).
Ahora bien, a partir de 1976 comienza una ofensiva política de la IS en América Latina que será coronada por el éxito. El punto de partida es el congreso de la IS que tuvo lugar en Ginebra en 1976, y donde se eligió a Willy Brandt para la presidencia de esa organización.
El mismo año tuvo lugar en Caracas el encuentro de dirigentes social-demócratas europeos y populistas latinoamericanos (en que participaron Haya de la Torre, Muñoz Ledo, etc.)
Las razones de esta ofensiva de la IS son múltiples: ante todo económicas —la crisis del petróleo en 1974 y la rivalidad del capital europeo con el estadounidense—, pero también ideológicas: un cierto declive de la guerra fría y el traumatismo que provocó en Europa el golpe de estado militar (sostenido por Estados Unidos) contra el gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende en 1973.
El primer gran éxito de esta nueva orientación es el encuentro de Vancouver en 1978, donde 29 organizaciones latinoamericanas participan del congreso de la IS. A propuesta de los socialdemócratas suecos, se constituye un “grupo de trabajo” de la IS sobre América Latina, animado especialmente por Manley (PNP jamaiquino) y Peña Gómez (PRD dominicano), lo que significa una victoria de los suecos y sus aliados frente a la orientación más derechista del PSD alemán y de sus clientes latinoamericanos: Obdubar (PLN de Costa Rica) y Gonzalo Barrios (AD de Venezuela). Este mismo año, la IS avanza en este sentido, cuando interviene diplomáticamente (contra EE.UU.) en defensa de las elecciones libres en la República Dominicana, que dieron la victoria a Antonio Guzmán, del PRD.
En 1980 se reunió en Santo Domingo la “Primera Conferencia Regional de la IS para América Latina y el Caribe”, con la participación de decenas de organizaciones políticas latinoamericanas, en un arco político que va desde el Partido Liberal de Colombia (formación de la gran burguesía reaccionaria) hasta... el FSLN nicaragüense. El elemento predominante lo constituían, no obstante, los partidos populistas del continente (APRA, AD, PRD, PLN, PNP). Las decisiones adoptadas significaron un vuelco diplomático importante: sostener al FSLN y al FDR salvadoreño, en oposición a la política de los Estados Unidos en América Central.
Sin embargo, ciertos populistas rechazan esta orientación y se mantienen en sus posiciones anticomunistas tradicionales, como el PLN de Costa Rica y la AD de Venezuela (sostenidos por Mario Soares de Portugal y otros socialdemócratas de derecha), que llevan adelante su campaña contra el sandinismo. Luego se sumará el rechazo de otros sectores, y el conjunto de la IS y sus aliados latinoamericanos dejarán de sostener al FSLN y al FDR para limitarse a una política de arbitraje en el cuadro del Grupo de Contadora.
Falta saber aún por qué la mayoría de las fuerzas populistas del continente tienden hacia fines de los años setenta a “socialdemocratizarse”.
Podrían adelantarse algunos elementos explicativos para comprender este cambio:
• la política favorable a las dictaduras de la administración estadounidense (Nixon y enseguida Reagan) obliga a las fuerzas opuestas a los regímenes militares a buscar apoyos en Europa. Algunos dirigentes populistas (brasileños, bolivianos, chilenos) se exiliaron en Europa durante los años negros de las dictaduras militares y entraron entonces en contacto con los partidos socialdemócratas de Portugal, España, Francia, Suecia, Alemania Federal;
• el interés económico de ciertos sectores de las burguesías nativas de diversificar la dependencia y escapar así al control exclusivo del capital estadounidense;
• la pérdida de identidad nacionalista/antimperialista del populismo y la [7] necesidad de una renovación ideológica. Por el otro lado, el desarrollo del proletariado industrial y del movimiento obrero les obliga a encontrar una nueva forma de legitimidad, más “moderna”, menos usada, que el viejo paternalismo populista.
El proceso de socialdemocratización de estos partidos es desigual: en ciertos casos, es más profundo, creando formaciones híbridas, “socialpopulistas”, y jugando una doble función —populista y socialdemócrata— en el sistema político nacional (PNP en Jamaica); en otros, el lazo con la socialdemocracia es más “diplomático”, superficial, retórico (AD en Venezuela).
En la gran mayoría de los casos, no puede menos que afirmarse que estos partidos no han devenido partidos socialdemócratas —esto es, partidos obreros reformistas—, sino que permanecen como formaciones populistas, es decir, de naturaleza pequeñoburguesa / burguesa.
Esto resulta de la persistencia de su tradición populista, del tipo de lazos que mantienen con la clase obrera y los sindicatos (controlados desde el estado o a través de una burocracia pro–patronal), de su ideología, sobre todo reformista burguesa (sin referencias al socialismo), y, finalmente, de su funcionamiento clientelístico y caudillista, basado en una legitimidad carismática, muy diferente a la estructura burocrática moderna de la socialdemocracia. Dicho esto, no puede excluirse al advenimiento de una socialdemocralización parcial o total de ciertos movimientos populistas, comprendida la utilización por su parte de la referencia al socialismo (tal es el caso, por ejemplo, del PDT de Brizola en Brasil).