Quería
comentar una serie de conexiones literarias vinculadas con la lectura de
Mishima.
Estaba
leyendo “Confesiones de una máscara” y atrajo fuertemente mi atención un
fragmento del texto. Lo compartí con un amigo que tiene una cultura literaria
mucho mayor que la mía y recuerdo que me comentó que ese pasaje le hacía
acordar al Conde de Lautréamont. Como nunca lo había leído me bajé “Los cantos
de Maldoror” y desde su comienzo encontré una conexión con la novela de
Mishima, vinculada con la “normalidad”, pero que a su vez me remitió a una
versión del Guasón de Batman.
Meses
después, mientras leía el cuento “Pan de pasas”, también de Mishima, me
encuentro con que el personaje de ese cuento lee “Los cantos de Maldoror” de
Lautréamont y en el cuento se citan partes de este último. Por lo que la
advertencia de mi amigo no hacía más que descubrir que Mishima había sido
influenciado por el “Conde” y esa influencia se verificaba en su escritura.
Estas múltiples
conexiones existentes en la literatura no dejan de sorprenderme. Como cuando no
pude dejar de sentir un registro borgeano en De Quincey, lo que no hacía más
que corroborar lo cierto acerca de la deuda que Borges siempre reconoció que
tenía con el inglés.
(Foto de Mishima reproduciendo el óleo San Sebastián de Guido Reni)
Sin más
vueltas, los textos en cuestión:
-I-
“Sí, hombre,
sí, reconócelo: te encantan las cinturitas cimbreantes, como de cuerpo de
pantera, de esos sencillos muchachos de diecinueve años. ¿A cuántos de éstos
desnudaste con tu imaginación ayer, por ejemplo? En tu mente llevas una especie
de caja de herbolario donde, como si fueran especímenes para tu colección de
plantas, colocas los cuerpos desnudos de efebos para después contemplarlos en
casa. Y, de entre todos, para tu ceremonia pagana escoges a uno de ellos, al
que más te encapricha. Y lo que haces con él a continuación me deja mudo de
asombro. Llevas a tu víctima a una extraña columna exagonal. Le atas las manos
a la columna con una cuerda que llevas escondida. Tu satisfacción exige después
que tu víctima se resista y dé gritos. A continuación, lo rodeas de atenciones
para insinuarle su muerte inminente. Mientras en tus labios se dibuja una
sonrisa extraña e inocente, sacas un cuchillo afilado del bolsillo, te acercas
a la víctima y le acaricias la piel del costado produciéndole unas leves cosquillas.
La víctima gime de desesperación y retuerce su cuerpo para evitar la punta del
arma. Sus latidos se aceleran por el terror, sus piernas desnudas se
estremecen, sus rodillas entrechocan. Finalmente, el cuchillo penetra en su
costado… Ahí está el crimen atroz que cometes, que cometes tú. La víctima
arquea dolorosamente su cuerpo, lanza alaridos solitarios, estremecedores, los
músculos de su costado herido se contorsionan espasmódicamente. Dentro de la
carne trémula, el cuchillo está ahora hundido con la misma naturalidad con que
estaría enfundado en su vaina. Brota un chorro de sangre burbujeante que desciende
por los muslos tersos. El deleite que experimentas en ese momento se transforma
en un placer humano. ¿Por qué? Porque en ese preciso instante adquieres la 'normalidad’
que te obsesiona. Al margen del objeto de tu fantasía, estás excitado
sexualmente en lo más profundo de tus entrañas, y en eso, en ‘esa normalidad’,
no te diferencias en nada del resto de los hombres. Tu mente se estremece ante
tal profusión de excitación primitiva y sensual, y en tu corazón renace el gozo
profundo del salvaje. Te brillan los ojos, te quema la sangre de todo el
cuerpo, te rebosa esa manifestación de la vida que veneran las tribus
primitivas…”.
Yukio
Mishima, Confesiones de una máscara, trad. Rumi Sato y Carlos Rubio, Alianza,
páginas 167/168.
-II-
“Canto
Primero: (…) En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los
primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está luego se apercibió de que había
nacido perverso: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo,
durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración
que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no
pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del
mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de
rostro rosado hubiera querido rebanarle las mejillas como con una navaja, y muy
a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no
lo hubiera impedido cada vez. (…) He visto, durante toda mi vida, sin una sola
excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos
estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los
medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos
espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era
imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne
en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido
mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad.
¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por
otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos
instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los
humanos, es decir, que yo no reía”.
Conde de Lautréamont
(Isidore Lucien Ducasse), Los cantos de Maldoror.
-III-
“Aunque
había dormido con la ventana abierta, no entraba ni un soplo de brisa. Se había
despertado del sueño con el cuerpo sudoroso como una bayeta. Puso el
ventilador, tomó de la estantería el libro Los
cantos de Maldoror y tumbado boca abajo empezó a leer en la cama.
Pasó las
páginas para llegar al pasaje que más le gustaba, en el canto 2, donde se habla
del casamiento de Maldoror y la tiburona.
¿Qué ejército de monstruos marinos es ese que corta las
aguas con rapidez?
Eran seis
tiburones.
Pero, ¿qué es ese nuevo tumulto de las aguas allá lejos,
en el horizonte?
Era una
hembra, una gran tiburona, la futura novia de Maldoror.
El
despertador, al lado de su almohada, marcaba el tiempo con su grave tictac,
impasible al gemido del ventilador. Nunca lo había usado para ser despertado,
de modo que, por lo tanto, no era más que un adorno irónico en la vida de Jack.
Para su conciencia, que fluía sin alteraciones día y noche como el agua de un
arroyo, mantener su cristalina transparencia era la vieja costumbre de todas
las noches. El despertador era su Sancho Panza, el amigo capaz de convertir esa
costumbre en una comedia; el sonido barato de un mecanismo le servía de un
maravilloso consuelo capaz de transformar en graciosa la diaria rutina de su
vida.
El reloj,
los huevos fritos que él mismo se hacía, el pase de tren ya hacía mucho
caducado…, y la tiburona. No podía faltar la tiburona… Todo esto pensaba Jack
con ahínco.
A su mente
volvió el recurso de la rave absurda
de la víspera, la más absurda de todas.
La cabeza
del gallo, el balinchó asado y
socarrado…, pero lo más miserable fue el amanecer. Todos esperaban una aurora
hermosa, espléndida, de esas que aparecen cada mil años. Pero no. Lo que vino
fue horrible, feo, el peor amanecer que pudieran haber visto.
Cuando las
primeras claridades alumbraron el lado oeste de la hondonada, todo el mundo se
dio cuenta de que los árboles que adornaban su ‘lugar salvaje’ no componían más
que una arboleda de lo más ordinaria y pobre. Pero esto no fue lo peor. Al deslizarse
la luz poco a poco por la ladera de esa parte oeste, y cuando un claror blanco
como polvo para enjalbegar empezó a asentarse en la hondonada, fueron descubriéndose
visiblemente y sin piedad todos los restos: botellas vacías de birra, de zumo y de cola, los rescoldos
humeantes de una hoguera derrotada, mazorcas de maíz con feas señales de
mordiscos tiradas por el suelo, bolsas desparramadas desordenadamente, bocas
entreabiertas de troncos y troncas dormidos y abrazados al lado de
las rocas o entre la maleza o sobre la arena, bigotes ralos sobre la boca de
ellos o pintura de labios medio deshecha en ellas, hojas de periódicos sueltas
(¡ah, no hay cosa más horrible que ver estas hojas tiradas en un lugar como
éste, a pesar de lo poético que es verlas rodas por las calles de una ciudad a
medianoche!). Ni más ni menos que cualquier paisaje masacrado que queda después
de un picnic de burgueses.
Algunos habían
desaparecido durante la noche. Al amanecer a Gogui no se le veía en ninguna
parte. Peter observó:
- Gogui no
está. Como no vino su pava, seguro
que se dio el piro. Ese tío es la
hostia lo que le preocupa quedar bien.
Un día nefasto, crecía yo en belleza e inocencia, y todos
admiraban la inteligencia y la bondad
del divino adolescente. Muchas conciencias enrojecerían al contemplar
aquellos rasgos límpidos en los que su alma había implantado su trono. No se
acercaban a él sino con veneración, porque se percibía en sus ojos la mirada de
un ángel.
Probablemente,
la idea que tenía Jack de un ángel venía de ese pasaje de Maldoror.
El tictac
del despertador junto a la almohada le provocó una sonrisa vulgar, como si no
pudiera aguantar más. A su mente le vino la idea borrosa de un ángel entero y
asado. ¿Es que tenía gusa?
Había un
barco naufragado y hundido en el fondo del mar que iba cargado de fabulosas
riquezas, de amor, de cualquier sentido que hubiera en el mundo. Un barco que
deben hallar en algún mar… Una balanza de cristal que se inclina en un cielo
remoto… Los suaves jadeos de tres perros que pasean por una playa arenosa…
Jack, justo antes de su intento de suicidio, creía tener el planeta en la palma
de su mano, como si fuera un dado. ¿Hay alguna razón que impida que un dado sea
redondo? Un dado redondo da a todos los puntos posibles, suspende en el aire
cualquier decisión y el juego jamás llega a su fin…
Sí, Jack
tenía gusa. Eso lo explicaba todo. Se
puso de pie y abrió la alacena. No tenía nevera.
No había
nada para comer.
Se hallan frente a frente el nadador y la tiburona
salvada por él. Mirándose a los ojos durante unos minutos…
De súbito
Jack sintió que se moría de hambre. Sacudió una lata de galletas de arroz, pero
dentro sólo se oyó el ruido de algunas migajas. En el fondo de la alacena una
naranja medio podrida se hundía sobre su moho verde. Vio entonces diminutas
hormigas rojas que se movían en hilera por el borde de uno de los estantes. Las
aplastó minuciosamente una por una, tragó la saliva que se le iba acumulando
detrás de la lengua y por fin, en el fondo de la alacena, encontró un pan de
uvas pasas comprado tiempo atrás y que ahora yacía olvidado. En su interior se
habían metido algunas hormigas. Después de sacudirlas bruscamente con la mano,
tomó el pan, volvió a acostarse boca abajo y a la luz de la lámpara de la
cabecera se puso a examinarlo con atención. Tuvo que sacudir dos hormigas más.
El sabor del
pan, al morderlo, era entre amargo y agrio. Como no podía permitirse que el
paladar decidiera por él, y con objeto de que el pan le durara la larga noche,
se puso a mordisquearlo lentamente por los bordes. El interior presentaba una
extraña blandura.
Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista y
diciéndose para sí:
‘Me he equivocado hasta ahora: he aquí alguien que me
supera en maldad’. Entonces, de común acuerdo, se deslizaron uno hacia otra con
una mutua admiración, separando las aguas con sus aletas la tiburona, y
Maldoror batiendo las olas con sus brazos.
Yukio
Mishima, Pan de pasas, en Los Sables y otros relatos, trad. Akiko Imoto y
Carlos Rubio, Alianza, páginas 225-230. En itálica los fragmentos de Los Cantos de Maldoror.