domingo, 22 de diciembre de 2019

Conexiones Mishima


Quería comentar una serie de conexiones literarias vinculadas con la lectura de Mishima.

Estaba leyendo “Confesiones de una máscara” y atrajo fuertemente mi atención un fragmento del texto. Lo compartí con un amigo que tiene una cultura literaria mucho mayor que la mía y recuerdo que me comentó que ese pasaje le hacía acordar al Conde de Lautréamont. Como nunca lo había leído me bajé “Los cantos de Maldoror” y desde su comienzo encontré una conexión con la novela de Mishima, vinculada con la “normalidad”, pero que a su vez me remitió a una versión del Guasón de Batman.

Meses después, mientras leía el cuento “Pan de pasas”, también de Mishima, me encuentro con que el personaje de ese cuento lee “Los cantos de Maldoror” de Lautréamont y en el cuento se citan partes de este último. Por lo que la advertencia de mi amigo no hacía más que descubrir que Mishima había sido influenciado por el “Conde” y esa influencia se verificaba en su escritura.

Estas múltiples conexiones existentes en la literatura no dejan de sorprenderme. Como cuando no pude dejar de sentir un registro borgeano en De Quincey, lo que no hacía más que corroborar lo cierto acerca de la deuda que Borges siempre reconoció que tenía con el inglés.

(Foto de Mishima reproduciendo el óleo San Sebastián de Guido Reni)

Sin más vueltas, los textos en cuestión:

-I-

“Sí, hombre, sí, reconócelo: te encantan las cinturitas cimbreantes, como de cuerpo de pantera, de esos sencillos muchachos de diecinueve años. ¿A cuántos de éstos desnudaste con tu imaginación ayer, por ejemplo? En tu mente llevas una especie de caja de herbolario donde, como si fueran especímenes para tu colección de plantas, colocas los cuerpos desnudos de efebos para después contemplarlos en casa. Y, de entre todos, para tu ceremonia pagana escoges a uno de ellos, al que más te encapricha. Y lo que haces con él a continuación me deja mudo de asombro. Llevas a tu víctima a una extraña columna exagonal. Le atas las manos a la columna con una cuerda que llevas escondida. Tu satisfacción exige después que tu víctima se resista y dé gritos. A continuación, lo rodeas de atenciones para insinuarle su muerte inminente. Mientras en tus labios se dibuja una sonrisa extraña e inocente, sacas un cuchillo afilado del bolsillo, te acercas a la víctima y le acaricias la piel del costado produciéndole unas leves cosquillas. La víctima gime de desesperación y retuerce su cuerpo para evitar la punta del arma. Sus latidos se aceleran por el terror, sus piernas desnudas se estremecen, sus rodillas entrechocan. Finalmente, el cuchillo penetra en su costado… Ahí está el crimen atroz que cometes, que cometes tú. La víctima arquea dolorosamente su cuerpo, lanza alaridos solitarios, estremecedores, los músculos de su costado herido se contorsionan espasmódicamente. Dentro de la carne trémula, el cuchillo está ahora hundido con la misma naturalidad con que estaría enfundado en su vaina. Brota un chorro de sangre burbujeante que desciende por los muslos tersos. El deleite que experimentas en ese momento se transforma en un placer humano. ¿Por qué? Porque en ese preciso instante adquieres la 'normalidad’ que te obsesiona. Al margen del objeto de tu fantasía, estás excitado sexualmente en lo más profundo de tus entrañas, y en eso, en ‘esa normalidad’, no te diferencias en nada del resto de los hombres. Tu mente se estremece ante tal profusión de excitación primitiva y sensual, y en tu corazón renace el gozo profundo del salvaje. Te brillan los ojos, te quema la sangre de todo el cuerpo, te rebosa esa manifestación de la vida que veneran las tribus primitivas…”.

Yukio Mishima, Confesiones de una máscara, trad. Rumi Sato y Carlos Rubio, Alianza, páginas 167/168.

-II-

“Canto Primero: (…) En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está luego se apercibió de que había nacido perverso: ¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebanarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. (…) He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía”.

Conde de Lautréamont (Isidore Lucien Ducasse), Los cantos de Maldoror.

-III-

“Aunque había dormido con la ventana abierta, no entraba ni un soplo de brisa. Se había despertado del sueño con el cuerpo sudoroso como una bayeta. Puso el ventilador, tomó de la estantería el libro Los cantos de Maldoror y tumbado boca abajo empezó a leer en la cama.

Pasó las páginas para llegar al pasaje que más le gustaba, en el canto 2, donde se habla del casamiento de Maldoror y la tiburona.

¿Qué ejército de monstruos marinos es ese que corta las aguas con rapidez?

Eran seis tiburones.

Pero, ¿qué es ese nuevo tumulto de las aguas allá lejos, en el horizonte?

Era una hembra, una gran tiburona, la futura novia de Maldoror.

El despertador, al lado de su almohada, marcaba el tiempo con su grave tictac, impasible al gemido del ventilador. Nunca lo había usado para ser despertado, de modo que, por lo tanto, no era más que un adorno irónico en la vida de Jack. Para su conciencia, que fluía sin alteraciones día y noche como el agua de un arroyo, mantener su cristalina transparencia era la vieja costumbre de todas las noches. El despertador era su Sancho Panza, el amigo capaz de convertir esa costumbre en una comedia; el sonido barato de un mecanismo le servía de un maravilloso consuelo capaz de transformar en graciosa la diaria rutina de su vida.

El reloj, los huevos fritos que él mismo se hacía, el pase de tren ya hacía mucho caducado…, y la tiburona. No podía faltar la tiburona… Todo esto pensaba Jack con ahínco.

A su mente volvió el recurso de la rave absurda de la víspera, la más absurda de todas.

La cabeza del gallo, el balinchó asado y socarrado…, pero lo más miserable fue el amanecer. Todos esperaban una aurora hermosa, espléndida, de esas que aparecen cada mil años. Pero no. Lo que vino fue horrible, feo, el peor amanecer que pudieran haber visto.

Cuando las primeras claridades alumbraron el lado oeste de la hondonada, todo el mundo se dio cuenta de que los árboles que adornaban su ‘lugar salvaje’ no componían más que una arboleda de lo más ordinaria y pobre. Pero esto no fue lo peor. Al deslizarse la luz poco a poco por la ladera de esa parte oeste, y cuando un claror blanco como polvo para enjalbegar empezó a asentarse en la hondonada, fueron descubriéndose visiblemente y sin piedad todos los restos: botellas vacías de birra, de zumo y de cola, los rescoldos humeantes de una hoguera derrotada, mazorcas de maíz con feas señales de mordiscos tiradas por el suelo, bolsas desparramadas desordenadamente, bocas entreabiertas de troncos y troncas dormidos y abrazados al lado de las rocas o entre la maleza o sobre la arena, bigotes ralos sobre la boca de ellos o pintura de labios medio deshecha en ellas, hojas de periódicos sueltas (¡ah, no hay cosa más horrible que ver estas hojas tiradas en un lugar como éste, a pesar de lo poético que es verlas rodas por las calles de una ciudad a medianoche!). Ni más ni menos que cualquier paisaje masacrado que queda después de un picnic de burgueses.

Algunos habían desaparecido durante la noche. Al amanecer a Gogui no se le veía en ninguna parte. Peter observó:

- Gogui no está. Como no vino su pava, seguro que se dio el piro. Ese tío es la hostia lo que le preocupa quedar bien.

Un día nefasto, crecía yo en belleza e inocencia, y todos admiraban la inteligencia y la bondad  del divino adolescente. Muchas conciencias enrojecerían al contemplar aquellos rasgos límpidos en los que su alma había implantado su trono. No se acercaban a él sino con veneración, porque se percibía en sus ojos la mirada de un ángel.

Probablemente, la idea que tenía Jack de un ángel venía de ese pasaje de Maldoror.

El tictac del despertador junto a la almohada le provocó una sonrisa vulgar, como si no pudiera aguantar más. A su mente le vino la idea borrosa de un ángel entero y asado. ¿Es que tenía gusa?

Había un barco naufragado y hundido en el fondo del mar que iba cargado de fabulosas riquezas, de amor, de cualquier sentido que hubiera en el mundo. Un barco que deben hallar en algún mar… Una balanza de cristal que se inclina en un cielo remoto… Los suaves jadeos de tres perros que pasean por una playa arenosa… Jack, justo antes de su intento de suicidio, creía tener el planeta en la palma de su mano, como si fuera un dado. ¿Hay alguna razón que impida que un dado sea redondo? Un dado redondo da a todos los puntos posibles, suspende en el aire cualquier decisión y el juego jamás llega a su fin…

Sí, Jack tenía gusa. Eso lo explicaba todo. Se puso de pie y abrió la alacena. No tenía nevera.

No había nada para comer.

Se hallan frente a frente el nadador y la tiburona salvada por él. Mirándose a los ojos durante unos minutos…

De súbito Jack sintió que se moría de hambre. Sacudió una lata de galletas de arroz, pero dentro sólo se oyó el ruido de algunas migajas. En el fondo de la alacena una naranja medio podrida se hundía sobre su moho verde. Vio entonces diminutas hormigas rojas que se movían en hilera por el borde de uno de los estantes. Las aplastó minuciosamente una por una, tragó la saliva que se le iba acumulando detrás de la lengua y por fin, en el fondo de la alacena, encontró un pan de uvas pasas comprado tiempo atrás y que ahora yacía olvidado. En su interior se habían metido algunas hormigas. Después de sacudirlas bruscamente con la mano, tomó el pan, volvió a acostarse boca abajo y a la luz de la lámpara de la cabecera se puso a examinarlo con atención. Tuvo que sacudir dos hormigas más.

El sabor del pan, al morderlo, era entre amargo y agrio. Como no podía permitirse que el paladar decidiera por él, y con objeto de que el pan le durara la larga noche, se puso a mordisquearlo lentamente por los bordes. El interior presentaba una extraña blandura.

Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista y diciéndose para sí:
‘Me he equivocado hasta ahora: he aquí alguien que me supera en maldad’. Entonces, de común acuerdo, se deslizaron uno hacia otra con una mutua admiración, separando las aguas con sus aletas la tiburona, y Maldoror batiendo las olas con sus brazos.

Yukio Mishima, Pan de pasas, en Los Sables y otros relatos, trad. Akiko Imoto y Carlos Rubio, Alianza, páginas 225-230. En itálica los fragmentos de Los Cantos de Maldoror.

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