Un texto dedicado a la situación francesa, anterior a la segunda guerra mundial, escrito por León Trotsky en el que plantea la necesidad de la formación de milicias obreras para enfrentar al fascismo.
¿ADÓNDE VA FRANCIA?
(Fines de octubre de 1934)
En
estas páginas, queremos explicar a los obreros avanzados qué destino espera a
Francia durante los años próximos. Para nosotros, Francia no es la Bolsa, ni
los bancos, ni los trusts, ni el gobierno, ni el Estado Mayor, ni la Iglesia
(todos ellos son los opresores de Francia), sino la clase obrera y los
campesinos explotados.
El derrumbe de la democracia burguesa
Después
de la guerra, se produjeron una serie de revoluciones, que significaron
brillantes victorias: en Rusia, en Alemania, en Austria-Hungría, más tarde, en
España. Pero fue solo en Rusia donde el proletariado tomó plenamente el poder
en sus manos, expropió a sus explotadores y, gracias a ellos, supo cómo crear y
mantener un Estado obrero. En todos los otros casos, el proletariado a pesar
de la victoria se detuvo, por causa de su dirección, a mitad de camino. El
resultado de esto fue que el poder escapó de sus manos y, desplazándose de
izquierda a derecha, terminó siendo el botín del fascismo. En una serie de
otros países, el poder cayó en manos de una dictadura militar. En cada uno de
ellos, el parlamento no ha mostrado tener la capacidad de conciliar las
contradicciones de clase y de asegurar la marcha pacífica de los
acontecimientos. El conflicto se resolvió con las armas en la mano.
Naturalmente,
en Francia se ha pensado durante mucho tiempo que el fascismo nada tenía que
ver con este país. Por ser Francia una república, en ella todas las cuestiones
son resueltas por el pueblo soberano mediante el sufragio universal. Pero, el 6
de febrero, algunos miles de fascistas y realistas, armados de revólveres, de
cachiporras y de navajas, han impuesto al país el gobierno reaccionario de
Doumergue, bajo la protección del cual las bandas fascistas continúan creciendo
y armándose. ¿Qué nos deparará el mañana?
Desde
luego, en Francia, como en algunos otros países de Europa (Inglaterra, Bélgica,
Holanda, Suiza, países escandinavos) aún existe un Parlamento, elecciones,
libertades democráticas, o sus despojos. Pero en todos estos países la lucha de
clases se exacerba en el mismo sentido en que antes se ha desarrollado en
Italia y Alemania. Quien se consuela con la frase: “Francia no es Alemania”, es
un imbécil sin esperanza. En la actualidad, en todos los países actúan las
mismas leyes: Las de la decadencia capitalista. Si los medios de producción
continúan en manos de un pequeño número de capitalistas, no hay salvación para
la sociedad. Está condenada a ir de crisis en crisis, de miseria en miseria, de
mal en peor. En los distintos países, las consecuencias de la decrepitud y
decadencia del capitalismo se expresan bajo formas diversas y con ritmos
desiguales. Pero el fondo del proceso es el mismo en todos lados. La burguesía
ha conducido a su sociedad a la bancarrota completa. No es capaz de asegurar al
pueblo, ni el pan ni La paz. Es precisamente por eso que no puede soportar el
orden democrático por mucho tiempo más. Está constreñida a aplastar a los
obreros con la ayuda de la violencia física. Pero no puede terminarse con el
descontento de los obreros y campesinos mediante la policía únicamente. Enviar
al ejército contra el pueblo, se hace pronto imposible: comienza a
descomponerse y termina con el paso de una gran parte de los soldados al lado
del pueblo. Por ello, el gran capital está obligado a crear bandas armadas
particulares, especialmente entrenadas para atacar a los obreros, como ciertas
razas de perros son entrenados para atacar a la presa. La función histórica del fascismo es
la de aplastar a la clase obrera, destruir sus organizaciones, ahogar la
libertad política, cuando los capitalistas ya se sienten incapaces de dirigir y
dominar con ayuda de la maquinaria democrática.
El
fascismo encuentra su material humano sobre todo en el seno de la pequeña burguesía.
Esta es totalmente arruinada por el gran capital. Con la actual estructura
social, no tiene salvación. Pero no conoce otra salida. Su descontento, su
indignación, su desesperación, son desviados por los fascistas del gran capital
y dirigidos contra los obreros. Del fascismo puede decirse que es una
operación de dislocación de los cerebros de la pequeña burguesía en interés de
sus peores enemigos. Así, el gran capital arruina primero a las clases medias y
enseguida, con ayuda de sus agentes, los mercenarios, los demagogos fascistas,
dirige contra el proletariado a la pequeña-burguesía sumida en la
desesperación. No es sino por medio de tales procedimientos que el régimen
burgués es capaz de mantenerse. ¿Hasta cuándo? Hasta que sea derrocado por la
revolución proletaria.
Los comienzos del bonapartismo en Francia
En
Francia, el movimiento de la democracia hacia el fascismo aún está en su
primera etapa. El Parlamento existe, pero ya no tiene los poderes de otros
tiempos y nunca más los recuperará. Muerta de miedo, la mayoría del Parlamento
ha recurrido después del 6 de febrero, al poder Doumergue, el salvador, el
árbitro. Su gobierno se coloca por encima del Parlamento. No se apoya sobre la
mayoría “democráticamente” elegida, sino directa e inmediatamente sobre el
aparato burocrático, sobre la policía y el ejército.
Precisamente
por eso, Doumergue no puede admitir ninguna libertad para los funcionarios y,
en general, para los empleados públicos. Necesita un aparato burocrático dócil
y disciplinado, en cuya cumbre él pueda mantenerse sin peligro de caer. En su
terror ante los fascistas y ante el “frente común”, la mayoría parlamentaria
está obligada a inclinarse ante Doumergue. En la actualidad, se escribe mucho
sobre la próxima “reforma” de la Constitución, sobre el derecho de disolución
de la Cámara de Diputados, etc. Todas estas cuestiones no tienen sino un
interés jurídico. En el plano político, la cuestión ya está resuelta. La
reforma se ha realizado sin viajar a Versailles [1].
La aparición en la arena de bandas fascistas armadas ha dado a los agentes del
gran capital la posibilidad de elevarse por encima del Parlamento. En esto
radica hoy la esencia de la Constitución francesa. Todo lo demás no es sino
ilusión, fraseología o engaño consciente.
El
rol actual de Doumergue, como el de sus posibles sucesores (del
tipo del mariscal Pétain o de Tardieu) no es algo novedoso. Es similar al que
cumplieron, en otras condiciones, Napoleón o Napoleón III. La esencia del
bonapartismo consiste en esto: apoyándose en la lucha de dos campos, “salva” a
la “nación”, con el auxilio de una dictadura burocrático-militar. Napoleón I
representa el bonapartismo de la impetuosa juventud de la sociedad burguesa. El
bonapartismo de Napoleón III, es el del momento en que, en la cabeza de la
burguesía, comienza a aparecer la calvicie. En la persona de Doumergue,
encontramos el bonapartismo senil de la declinación capitalista. El gobierno
Doumergue es el primer grado en el paso del parlamentarismo al bonapartismo.
Para mantener su equilibrio, Doumergue necesita tener a su derecha a los
fascistas y otras bandas, que lo han llevado al poder. Reclamarle que disuelva
—no en los papeles, sino en la realidad— a las juventudes Patrióticas, a los
Croix de Feu, a los Camelots du Roi, etc., es reclamarle que corte la rama
sobre la que está subido. Naturalmente son posibles oscilaciones temporarias en
uno u otro sentido. Así, una ofensiva prematura del fascismo podría provocar
cierto movimiento hacia “La izquierda” en las altas esferas gubernamentales:
Doumergue daría lugar por un momento, no a Tardieu sino a Herriot. Pero, en
primer lugar, en ningún momento se ha dicho que los fascistas harían una
tentativa prematura de golpe de Estado. En segundo lugar, un temporario
movimiento a la izquierda en las altas esferas no cambiaría la dirección
general del desarrollo, no haría sino posponer un poco el desenlace. No hay
camino para volver hacia atrás, hacia la democracia pacifica. Los
acontecimientos conducen inevitable e irresistiblemente a un conflicto entre el
proletariado y el fascismo.
¿Durará mucho el bonapartismo?
¿Cuánto
tiempo puede mantenerse el actual régimen bonapartista de transición? O, dicho
de otro modo: ¿cuánto tiempo le queda al proletariado para prepararse para el
combate decisivo? Naturalmente, es imposible responder a esta pregunta con
exactitud. Pero, entretanto, pueden establecerse algunos datos para apreciar la
velocidad del desarrollo de todo el proceso. El elemento más importante para el
juicio, es la suerte futura del Partido Radical.
Por
su nacimiento, el bonapartismo actual está ligado, como hemos dicho, a un
comienzo de guerra civil entre los campos políticos extremos. Su principal
apoyo material, lo encuentra en la policía y el ejército. Pero, también tiene
un apoyo hacia la izquierda: el Partido Radical-socialista. La base de este
partido de masas está constituida por la pequeña burguesía urbana y rural. La
dirección del partido está formado por los agentes “democráticos” de la gran
burguesía, que de tanto en tanto han dado al pueblo pequeñas reformas y, más
continuamente, frases democráticas; cada día lo han salvado (de palabra) de la
reacción y del clericalismo, pero en todas las cuestiones importantes han hecho
la política del gran capital. Bajo la amenaza del fascismo, y aún más, bajo la
del proletariado, los radicales-socialistas se han visto obligados a pasar del
campo de la “democracia” parlamentaria al campo del bonapartismo. Como el
camello bajo la fusta del camellero, el radicalismo se ha puesto sobre sus
cuatro rodillas, para permitir a la reacción sentarse entre sus jorobas. Sin el
apoyo político de los radicales, el gobierno Doumergue sería imposible, en este
momento.
Si
se compara la evolución política de Francia con la de Alemania, el gobierno
Doumergue y sus posibles sucesores corresponden a los gobiernos Brüning, Papen,
Schleicher, que llenaron el interregno entre la república de Weimar e Hitler.
Sin embargo, hay una diferencia que, políticamente, puede tener una enorme
importancia. El bonapartismo alemán entró en escena cuando los partidos
democráticos se hablan hundido, mientras que los nazis crecían con fuerza
prodigiosa. Los tres gobiernos “bonapartistas” de Alemania, teniendo un apoyo
político propio muy débil, se encontraban en equilibrio sobre una cuerda
tendida sobre el abismo, entre los dos campos hostiles: el proletariado y el
fascismo. Esos tres gobiernos cayeron rápidamente. El campo del proletariado
estaba entonces escindido, no estaba preparado para la lucha, desorientado y
traicionado por sus dirigentes. Los nazis pudieron tomar el poder casi sin
lucha.
El
fascismo francés todavía hoy no representa una fuerza de masas. Por el
contrario, el bonapartismo tiene un apoyo, por cierto no muy seguro ni muy
estable, pero de masas, en la persona de los radicales. Entre estos dos hechos,
existe un nexo interno. Por el carácter social de su apoyo, el radicalismo es
un partido de la pequeña burguesía. Y el fascismo no puede convertirse en
fuerza de masas, más que conquistando a la pequeña burguesía. En otras
palabras: en Francia, el fascismo puede desarrollarse principalmente a
expensas de los radicales. Este proceso se produce en la actualidad,
pero se encuentra aún en su primera etapa.
El rol del partido radical
Las
últimas elecciones cantonales han arrojado los resultados que podían y debían
esperarse: Los flancos, es decir los reaccionarios y el bloque obrero, han
ganado posiciones; y el centro, es decir, los radicales, han perdido. Pero aún
las ganancias y pérdidas son ínfimas. Si se hubiera tratado de elecciones
parlamentarias esos fenómenos hubieran tomado, sin duda, dimensiones muy
considerables. Para nosotros, los desplazamientos anotados no tienen
importancia en sí mismos, sino sólo como síntoma de cambios en la conciencia de
las masas. Muestran que el centro pequeño-burgués ya ha comenzado a
desmoronarse en favor de los campos extremos. Esto significa que los restos del
régimen parlamentario van a ser progresivamente roídos; Los campos extremos van
a crecer; se aproximan los choques entre ellos. No es difícil comprender que
este proceso es absolutamente inevitable.
El
partido radical es el partido con cuya ayuda la gran burguesía mantenía las
esperanzas de la pequeña burguesía en un mejoramiento progresivo y pacífico de
su situación. Ese rol de radicales solo fue posible mientras la situación
económica la pequeña burguesía seguía siendo soportable; tolerable; mientras no
sufría una ruina masiva y mientras guardaba esperanzas en el porvenir. Por
cierto, el programa de los radicales fue siempre un simple pedazo de papel. Los
radicales no han realizado ninguna reforma social seria en favor de los
trabajadores y no podrían realizarla: no hubiera sido permitido por la gran burguesía,
en cuyas manos están todas las reales palancas del poder: los bancos y la
Bolsa, la gran prensa, los altos funcionarios, de la diplomacia, el Estado
Mayor. Pero algunas pequeñas limosnas que obtenían los radicales de tanto en
tanto, en beneficio de su clientela, sobre todo en el marco provincial,
mantenían las ilusiones de las masas populares. Así fue hasta la última crisis.
En la actualidad, para el campesino más atrasado se hace claro que no se trata
de una crisis pasajera ordinaria, como hubo no pocas antes de la guerra, sino
de una crisis de todo el sistema social. Son necesarias medidas firmes y
decisivas. ¿Cuáles? El campesino no lo sabe. Nadie se lo ha dicho, como él
necesitaría.
El
capitalismo ha llevado los medios de producción a un nivel tal, que se
encuentran paralizados por la miseria de las masas populares, arruinadas por el
mismo capitalismo. Por eso mismo, todo el sistema ha entrado en un periodo de
decadencia, de descomposición, de putrefacción. El capitalismo no solo no puede
dar a los trabajadores nuevas reformas sociales, ni siquiera pequeñas limosnas:
se ve obligado a quitarle las que les dio antes. Toda Europa ha entrado en una
época de contra-reformas económicas y políticas. Lo que provoca la política de
expoliación y ahogo de las masas no son los caprichos de la reacción, sino
la descomposición del sistema capitalista. Ahí está el hecho fundamental, que
debe ser asimilado por cada obrero, si no quiere que se lo engañe con frases
huecas. Es precisamente por eso que los partidos reformistas democráticos se
descomponen y pierden fuerza, uno tras otro, en toda Europa. Es la misma suerte
que espera a los radicales franceses. Sólo gente sin cerebro puede pensar que
la capitulación de Daladier o el servilismo de Herriot ante la peor reacción
son el resultado de causas fortuitas o temporarias o de falta de carácter de
esos dos jefes lamentables. ¡No! Los grandes fenómenos políticos tienen,
siempre, profundas causas sociales. La decadencia de los partidos democráticos
es un fenómeno universal que tiene sus razones en la decadencia del propio
capitalismo. La gran burguesía dice a los radicales: “Ahora no es tiempo de
juegos. Si no dejan de coquetear con los socialistas y de flirtear con el
pueblo, prometiéndole el oro y el moro, llamo a los fascistas. ¡Entiendan bien
que el 6 de febrero no fue más que una primera advertencia! “ Después de
lo cual, el camello radical se pone sobre sus cuatro rodillas. No le queda otra
cosa para hacer.
Pero
el radicalismo no encontrará su salvación por este camino. Ligando a los ojos
de todo el pueblo, su suerte a la suerte de la reacción, ¡acerca
inevitablemente su propio fin! La pérdida de votos y de puestos en las
elecciones cantonales no es sino un comienzo. Después, el proceso de derrumbe
del partido radical irá cada vez más rápido. Toda la cuestión es saber en favor
de quién, si de la revolución proletaria o del fascismo, se hará ese derrumbe
inevitable, irresistible.
¿Quién
presentará primero, más ampliamente y con mayor fuerza, a las clases medias, el
programa más convincente, y —lo más importante— conquistará su confianza,
mostrando con palabras y hechos que es capaz de eliminar todos los obstáculos
en el camino de un porvenir mejor: el socialismo revolucionario o la reacción
fascista? De esta cuestión depende la suerte de Francia por muchos años. No
solo de Francia: de Europa. No sólo de Europa: del mundo entero.
Las “clases medias”, el partido radical y el
fascismo
Desde
el momento de la victoria de Los nazis en Alemania, en los partidos y grupos de
“izquierda” se ha hablado mucho sobre la necesidad de acercarse a las “clases
medias” para cerrar el camino al fascismo. La fracción Renaudel y Cia. se ha
separado del Partido Socialista con el especial objetivo de aproximarse a los
radicales. Pero, a la misma hora en que Renaudel, que vive en las ideas de
1848, tendía las dos manos hacia Herriot, éste las tenia ocupadas: una por
Tardieu, la otra por Louis Mann.
De
aquí, sin embargo, no se concluye en absoluto que la clase obrera pueda dar la
espalda a la pequeña burguesía, abandonándola a su desgracia. ¡De ningún modo!
Acercarse a los campesinos y pequeños burgueses de la ciudad, atraerlos a
nuestro lado, es la condición necesaria del éxito en la lucha contra el
fascismo, por no hablar de la conquista del poder. Solo es necesario plantear
el problema de un modo correcto. Pero para ello se debe comprender claramente
cuál es la naturaleza de las “clases medias”. Nada es más peligroso,
especialmente en un periodo crítico, que repetir fórmulas generales, sin
examinar qué contenido social recubren.
La
sociedad contemporánea se compone de tres clases: la gran burguesía, el
proletariado y las “clases medias” o pequeña burguesía. Las relaciones entre
estas tres clases determinan en última instancia la situación política del
país. Las clases fundamentales de la sociedad son la gran burguesía y el
proletariado. Estas dos clases son las únicas que pueden tener una política
independiente, clara y consecuente. La pequeña burguesía se distingue por
su dependencia económica y su heterogeneidad social. Su capa superior toca
inmediatamente a la gran burguesía. Su capa inferior se mezcla con el
proletariado y llega a caer incluso al estado del lumpen-proletariado. Conforme
a su situación económica, la pequeña burguesía no puede tener una política
independiente. Oscila siempre entre los capitalistas y los obreros. Su propia
capa superior La empuja hacia la derecha; sus capas inferiores, oprimidas y
explotadas, son capaces, en ciertas condiciones, de virar bruscamente a la
izquierda, es por esas relaciones contradictorias de las diferentes capas de
las “ciases medias” que ha estado siempre determinada la política confusa y
absolutamente inconsistente de los radicales, sus vacilaciones entre el bloque
con los socialistas, para calmar a la base, y el bloque nacional con la
reacción capitalista, para salvar a la burguesía. La descomposición definitiva
del radicalismo comienza desde el momento en que la gran burguesía, ella misma
en un callejón sin salida, no le permite seguir oscilando. La pequeña
burguesía, las masas arruinadas de las ciudades y del campo, comienza a perder
la paciencia. Toma una actitud cada vez más hostil hacia su propia capa
superior; se convence en los hechos de la inconsistencia y perfidia de su
dirección política. El campesino pobre, el artesano, el pequeño comerciante, se
convencen en los hechos de que un abismo los separa de todos esos intendentes,
de todos esos abogados, de todos esos arribistas políticos, del estilo de
Herriot, Daladier, Chautemps y Cia. que, por su forma de vida y por sus
concepciones, son grandes burgueses. Es precisamente esta desilusión de la
pequeña burguesía, su impaciencia, su desesperación, lo que explota el
fascismo. Sus agitadores estigmatizan y maldicen a la democracia parlamentaria,
que respalda a los arribistas y “staviskratas” [2],
pero que nada da a los pequeños trabajadores. Estos demagogos blanden el puño
en dirección a los banqueros, los grandes comerciantes, los capitalistas. Esas
palabras y es gestos responden plenamente a los sentimientos de los pequeños
propietarios, caídos en una situación sin salida. Los fascistas muestran
audacia, salen a la calle, enfrentan a la policía, intentan barrer el
Parlamento por la fuerza. Esto impresiona al pequeño burgués sumido en la
desesperación. Se dice: “Los radicales, entre los que hay muchos estafadores,
se han vendido definitivamente a los banqueros; los socialistas prometen desde
hace mucho eliminar la explotación, pero nunca pasan de las palabras a los
hechos; a los comunistas no se los puede entender: hoy una cosa, mañana otra;
hay que ver si los fascistas no pueden portarnos la salvación”.
¿Es inevitable el paso de las clases medias al
campo del fascismo?
Renaudel,
Frossard y sus semejantes se imaginan que la pequeña burguesía está apegada
sobre todo a la democracia y que precisamente por eso es necesario unirse a los
radicales. ¿Qué monstruosa aberración! La democracia no es más que una forma
política. La pequeña burguesía no se preocupa por la cáscara de la nuez sino
por su pepita. Busca salvarse de la miseria y la ruina. ¿Que la democracia se
muestra impotente? ¡al diablo con la democracia! Así razona o siente cada
pequeño burgués. En la indignación creciente de las capas inferiores de la
pequeña burguesía contra sus propias capas superiores, “instruidas”,
municipales, cantonales parlamentarias, se encuentra la principal fuente social
y política del fascismo. A esto debe agregarse el odio de la juventud
intelectual, aplastada por la crisis, hacia los abogados, los profesores, los
diputados y los ministros advenedizos. Aquí también, en consecuencia, los
intelectuales pequeño burgueses inferiores se rebelan contra los quo están por
encima de ellos.
¿Significa
esto que el paso de la pequeña burguesía por el camino al fascismo será
inevitable, ineluctable? No, tal conclusión sería de un vergonzoso fatalismo.
Lo que es realmente inevitable es el fin del radicalismo y de todas las
agrupaciones políticas que liguen su suerte a la de éste. En las condiciones de
la decadencia capitalista, no hay más lugar para un partido de reformas
democráticas y de progreso “pacífico”. Cualquiera que sea la vía por la que
pase el futuro desarrollo de Francia, el radicalismo desaparecerá de la escena,
de todos modos, rechazado y despreciado por la pequeña burguesía, a la que
traicionó definitivamente. Todo obrero consciente se convencerá desde ahora de
que nuestra predicción responde a la realidad, sobre la base de los hechos y de
la experiencia de cada día., Nuevas elecciones traerán derrotas para los
radicales. De ellos van a desprenderse unas capas tras otras, las masas
populares abajo, los grupos de arribistas asustados arriba. Deserciones,
escisiones, traiciones, van a seguirse ininterrumpidamente. Alguna maniobra o
algún bloque no salvarán al partido radical. Este arrastrará consigo al abismo
al “partido” de Renaudel, Déat y Cia. El fin del partido radical es el
resultado inevitable del hecho de que la sociedad burguesa no puede alcanzar el
fin de sus dificultades con la ayuda de métodos supuestamente democráticos. La
escisión entre la base de la pequeña burguesía y sus direcciones es inevitable.
Pero
esto no significa de ningún modo que las masas que siguen al radicalismo deben
infaltablemente poner sus esperanzas en el fascismo. Desde luego, la parte más
desmoralizada, más desclasada y más ávida de la juventud de las clases medias
ha hecho ya su elección en ese sentido. Es de esta reserva quo se reclutan
sobre todo las bandas fascistas. Pero las grandes masas pequeño burguesas de
las ciudades y el campo no han hecho aún su elección. Vacilan ante una gran decisión.
Es precisamente porque vacilan que aún continúan, pero ya sin confianza,
votando por los radicales. Sin embargo, esta situación de vacilación e
irresolución no durará años, sino meses. El desarrollo político va a tornar, en
el periodo próximo, un ritmo febril. La pequeña burguesía no rechazará la
demagogia del fascismo, más que si pone su fe en la realidad de otro camino.
Pero el otro camino, es el de la revolución proletaria.
¿Es verdad que la pequeña burguesía teme a la
revolución?
Los
cretinos parlamentarios, que creen ser conocedores del pueblo, gustan de
repetir: “No hay que asustar a las clases medias con la revolución: aborrecen
los extremos.” Bajo esta forma general, esta afirmación es absolutamente falsa.
Naturalmente, el pequeño propietario tiende al orden, en tanto que sus negocios
marchan bien y mientras tiene esperanzas de que marchen aun mejor. Pero, cuando
ha perdido esa esperanza, es fácilmente atacado por la rabia y está dispuesto a
abandonarse a las medidas más extremas. En caso contrario, cómo habría podido
derrocar al Estado democrático y conducir al fascismo al poder en Italia y
Alemania? Los pequeño burgueses desesperados ven ante todo en el fascismo una
fuerza combativa contra el gran capital, y creen que, a diferencia de los partidos
obreros que trabajan solamente con la lengua, el fascismo utilizará los puños
para imponen más “justicia”. A su manera, el campesino y el artesano son
realistas: comprenden que no podrá prescindirse de los puños. Es falso, tres
veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a
los partidos obreros porque teme a las “medidas extremas”. Por el contrario: la
capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas no ven en los partidos
obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen
capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llevar la lucha
hasta el final. Y si es así, ¿vale la pena reemplazar al radicalismo por sus
colegas parlamentarios de izquierda? Así es cómo razona o siente el propietario
semi-expropiado, arruinado e indignado. Sin la comprensión de esta psicología
de los campesinos, artesanos, empleados, pequeños funcionarios, etc.
—psicología que surge de la crisis social— es imposible elaborar una política
justa.
La
pequeña burguesía es económicamente dependiente y está políticamente atomizada.
Por eso no puede tener una política propia. Necesita un ‘jefe” que le inspire
confianza. Ese jefe individual o colectivo (es decir, una persona o un partido)
puede ser provisto por una u otra de las clases fundamentales, sea por la gran
burguesía, sea por el proletariado. El fascismo unifica y arma a las masas
dispersas; de una “polvareda humana” —según nuestra expresión— hace
destacamentos de combate. Así, da a la pequeña burguesía la ilusión de ser
independiente. Comienza a imaginarse que realmente, manejará el Estado. ¡No hay
nada de sorprendente en que esas ilusiones y esas esperanzas se le suban a la
cabeza!
Pero
la pequeña burguesía puede también encontrar un caudillo en el proletariado. Lo
ha demostrado en Rusia, y parcialmente en España. Ha tendido a ello en Italia,
en Alemania y en Austria.
Pero
los partidos del proletariado no han estado a la altura de su tarea histórica.
Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe conquistar
su confianza. Y, para ello, debe comenzar por tener él mismo confianza en sus
propias fuerzas. Necesita tener un programa de acción clara y estar dispuesto a
luchar por el poder por todos los medios posibles. Templado por su partido
revolucionario para una lucha decisiva e implacable, el proletariado dice a los
campesinos y a los pequeños burgueses de la ciudad:
“Lucho
por el poder; he aquí mi programa; no emplearé la fuerza más que contra el gran
capital y sus lacayos; pero con ustedes, trabajadores, quiero hacer una alianza
sobre la base de un programa dado.” El campesino comprenderá semejante lenguaje.
Hace falta, solamente, que tenga confianza en la capacidad del proletariado
para tomar el poder. Para eso, es indispensable depurar el frente único de todo
equívoco, de toda indecisión, de frases vacías; es indispensable comprender la
situación y ponerse seriamente en la ruta de la lucha revolucionaria.
Una alianza con los radicales sería una alianza
contra las clases medias
Renaudel,
Frossard y sus semejantes se imaginan con toda seriedad que una alianza con los
radicales es una alianza con las “clases medias” y, en consecuencia, una
barrera contra el fascismo. Esta gente no ve otra cosa que las sombras
parlamentarias. Ignoran la evolución real de las masas y se vuelven hacia el
partido radical que se sobrevive y que hace tiempo los ha dado la espalda.
Piensan que en una época de gran crisis social, una alianza de clases
movilizadas puede ser reemplazada por un bloque con una pandilla parlamentaria
comprometida y condenada a la desaparición. Una verdadera alianza del
proletariado y las clases medias no es una cuestión de estática parlamentaria,
sino de dinámica revolucionaria. Esa alianza, es necesario crearla, forjarla en
la lucha.
El
fondo de la situación política actual está en el hecho de que la pequeña
burguesía desesperada comienza a desembarazarse del yugo de la disciplina
parlamentaria y de la tutela de la pandilla “radical” conservadora, que siempre
ha engañado al pueblo y que ahora lo ha traicionado definitivamente. En esta
situación, ligarse a los radicales significa autocondenarse al desprecio de las
masas y empujar a la pequeña burguesía a los brazos del fascismo, como el único
salvador.
El
partido obrero no debe ocuparse en una tentativa sin esperanza de salvar al
partido de los especialistas en quiebras; debe, por el contrario, acelerar con
todas sus fuerzas el proceso de liberación de las masas de la influencia
radical. Cuanto mayor celo y energía ponga en el cumplimiento de esa tarea,
mejor preparará verdadera y rápidamente la alianza de la clase obrera con la
pequeña burguesía. Es necesario tomar a las masas en su movimiento. Es
necesario ponerse a la cabeza de ellas y no a su cola. La historia trabaja hoy
rápidamente. ¡Peor para el que se quede atrás!
Cuando
Frossard niega al Partido Socialista el derecho de desenmascarar, debilitar y
descomponer a! partido radical, actúa como un radical conservador, poro no como
un socialista. Solo tiene derecho a la existencia histórica el partido que cree
en su programa y se esfuerza por reunir a todo el pueblo bajo su bandera. En
caso contrario, no es un partido histórico, sino una pandilla parlamentaria,
una banda de arribistas. No es solamente el derecho, sino el deber elemental
del partido del proletariado, liberar a las masas trabajadoras de la nefasta
influencia de la burguesía. Esta tarea histórica toma en la actualidad, una
agudeza particular, pues los radicales se esfuerzan más que nunca en cubrir el
trabajo de la reacción, adormecer y engañar al pueblo, y preparar así la
victoria del fascismo. ¿Los radicales de izquierda? También ellos capitulan
fatalmente ante Herriot, como Herriot lo hace ante Tardieu.
Frossard
quiere creer que la alianza de los socialistas con los radicales conducirá a un
gobierno de “izquierda” que disolverá a las organizaciones fascistas y salvará
a la república. Es difícil imaginar una amalgama más monstruosa de ilusiones
democráticas y de cinismo policial. Cuando decimos que es necesaria una milicia
popular —hablaremos de esto en detalle, más adelante—, Frossard y sus
semejantes objetan: “Contra el fascismo no se debe luchar con medios físicos,
sino ideológicamente”. Cuando decimos: solo una fuerte movilización
revolucionaria de las masas (que no es posible más que en una lucha contra el
radicalismo) es capaz de socavar el piso bajo los pies del fascismo, la misma
gente nos replica: “no, sólo puede salvamos la policía del gobierno
Daladier-Frossard”.
¡Lamentables
farfulleos! Los radicales han tenido el poder y, si han consentido en cedérselo
a Doumergue, no es porque les faltara la ayuda de Frossard, sino porque temían
al fascismo, temían a la gran burguesía que los amenazaba con las navajas
realistas, que temían aún más al proletariado que comenzaba a dirigirse contra
el fascismo. Para colmo de escándalos, fue el propio Frossard quien, espantado
del espanto de los radicales, aconsejó a Daladier que capitulara! Si se admite
por un instante — ¡hipótesis manifiestamente inverosímil! — que los radicales
hubieran consentido en romper la alianza con Doumergue por la alianza con
Frossard, las bandas fascistas, esta vez con la colaboración directa de la
policía, hubieran salido a la calle en número tres veces mayor, y los radicales
junto con Frossard, se hubieran metido debajo de la mesa o se hubieran ocultado
en los reductos más secretos de sus ministerios.
Pero
supongamos todavía una hipótesis fantástica: La policía de Daladier-Frossard
“desarma” a los fascistas. (¿Es que eso resuelve la cuestión? ,Quién desarmará
a la propia policía, que, con la mano derecha devolverá a las fascistas lo que
les haya quitado con la mano izquierda? La comedia del desarme de los fascistas
no haría otra cosa que aumentar la autoridad de los fascistas, como
combatientes contra el Estado capitalista. Los golpes contra las bandas
fascistas no pueden ser reales más que en la medida en que esas bandas sean, al
mismo tiempo, aisladas políticamente. Mientras tanto, el hipotético gobierno
Daladier-Frossard no daría nada a los obreros ni a las masas pequeño burguesas,
pues no podría atentar contra los fundamentos de la propiedad privada. Y, sin
expropiación de los bancos, de las grandes empresas comerciales, de las
industrias clave, de los transportes, sin monopolio del comercio exterior y sin
una serie de medidas profundas, no es posible en absoluto, acudir en ayuda del
campesino, del artesano o del pequeño comerciante. Por su pasividad, por su
impotencia, por su mentira, el gobierno Daladier-Frossard provocaría una
tempestad de indignación en la pequeña burguesía y la empujaría definitivamente
en la vía al fascismo. . . si ese gobierno fuera posible.
Sin
embargo, hay que reconocer que Frossard no está solo. El mismo día (24 de
octubre) en que el moderado Zyromsky intervenía en Le Populaire contra
el intento de Frossard de hacer renacer el cartel [3],
Cachin intervenía en L‘Humanité para defender la idea de un
bloque con los radicales socialistas. El, Cachin, saludaba con entusiasmo el
hecho de que los radicales se hubieran pronunciado por el “desarme” de los
fascistas. Por cierto, los radicales se han pronunciado por el desarme de
todos, incluyendo a las organizaciones obreras. Desde luego, en manos del
Estado bonapartista, tal medida sería dirigida sobre todo contra los obreros.
Desde luego, los fascistas “desarmados” recibirían al día siguiente el doble de
armas, no sin ayuda de la policía. Pero, ¿para qué preocuparse con sombrías
reflexiones? Todo hombre necesita una esperanza. Y he aquí a Cachin, que va
tras las huellas de Wels y Otto Bauer, quienes esperaron, en su momento, la
salvación por medio de un desarme realizado por las policías de Brüning y
Dollfuss. Haciendo un viraje de 180º, Cachin identifica a los radicales con las
clases medias. No ve a los campesinos oprimidos más que a través del prisma del
radicalismo. No se imagina la alianza con los pequeños propietarios
trabajadores de otro modo que bajo la forma de un bloque con los arribistas
parlamentarios que, por fin, han comenzado a perder la confianza de los
pequeños propietarios. En lugar de alimentar y de atizar la incipiente
indignación del campesino y del artesano contra los explotadores “democráticos”
y de dirigir esa indignación hacia una alianza con el proletariado, Cachin se
prepara a sostener a los estafadores radicales con la autoridad del “frente común”
y, de ese modo, a empujar a la indignación do las capas inferiores de la
pequeña burguesía por el camino al fascismo.
La
torpeza teórica atrajo siempre hacia una cruel venganza en la política
revolucionaria. El “antifascismo”, coma el “fascismo”, no son para los
stalinistas conceptos concretos, sino dos grandes bolsas vacías en las que
meten todo lo que cae en sus manos. Doumergue es para ellos un fascista, como
antes también lo fue Daladier. De hecho, Doumergue es un explotador capitalista
del ala fascista de la pequeña burguesía, del mismo modo que Herriot es un
explotador de la pequeña burguesía radical. Actualmente, esos dos sistemas se
combinan en el régimen bonapartista. Doumergue también es, a su manera, un
“antifascista”, pues prefiere una dictadura pacifica, militar y policial, del
gran capital a una guerra civil de resultado siempre incierto. Por terror al
fascismo y más aún al proletariado, el “antifascista” Daladier se ha unido a
Doumergue. Pero el régimen de Doumergue es inconcebible sin la existencia de
las bandas fascistas. ¡E1 análisis marxista elemental demuestra así la
inconsistencia de la idea de la alianza con los radicales contra el fascismo!
Los propios radicales se toman el trabajo de mostrar en los hechos cuán
fantásticas y reaccionarias son las quimeras políticas de Frossard y de Cachin.
La milicia obrera y sus adversarios
Para
luchar, hay que conservar y reforzar los instrumentos y medios de lucha: las
organizaciones, la prensa, las reuniones, etc. El fascismo los amenaza, directa
o indirectamente. Aún es muy débil para lanzarse a la lucha directa por el
poder; pero es bastante fuerte como para intentar abatir a las organizaciones
obreras pedazo a pedazo, para templar sus bandas en esos ataques, para sembrar
en las filas obreras el desaliento y la falta de confianza en las propias
fuerzas. Por otra parte, el fascismo encuentra auxiliares inconscientes en
todos aquellos que dicen que la “lucha física” es inadmisible y sin esperanzas
y que reclaman de Doumergue el desarme de sus guardias fascistas. Nada es tan
peligroso para el proletariado, especialmente en las condiciones actuales, como
el veneno azucarado de las falsas esperanzas. Nada aumenta tanto la insolencia
de los fascistas como el blando “pacifismo” de las organizaciones obreras. Nada
destruye tanto la confianza de las clases medias en el proletariado, como la
pasividad expectante, como la ausencia de voluntad de lucha.
Le Populaire y
particularmente L‘Humanité escriben todos los días: “El frente
único es una barrera contra el fascismo”, “El frente único no permitirá.. .“,
“Los fascistas no se atreverán”, etc. Frases. Hay que decir exactamente a los
obreros, socialistas y comunistas: “No permitan que los periodistas y oradores
superficiales e irresponsables los adormezcan con frases. Se trata de vuestras
cabezas y del porvenir del socialismo”. No somos nosotros quienes negamos la
importancia del frente único: lo hemos exigido cuando los dirigentes de los dos
partidos estaban contra él. El frente único abre enormes posibilidades. Pero
nada más. El frente único, en si mismo, no decide nada. Sólo la lucha de las
masas decide. El frente único se revelará como una gran cosa, cuando los
destacamentos comunistas acudan en ayuda do los destacamentos socialistas —y a
la inversa—, en el caso de un ataque de las bandas fascistas contra Le
Populaire o L‘Humanité. Pero, para que eso ocurra,
los destacamentos de combate proletarios deben existir, educarse, entrenarse,
armarse. Y si no hay organización de defensa, es decir milicia obrera, Le
Populaire y L ‘Humanité podrán escribir todo lo que
quieran sobre la omnipotencia del frente único y los dos diarios so encontrarán
indefensos ante el primer ataque bien preparado de los fascistas. Tratemos de
hacer el examen crítico de los “argumentos” y de las “teorías” de los
adversarios de la milicia obrera, que son muchos y muy influyentes en los dos
partidos obreros.
—Necesitamos
autodefensa de masas y no milicia, nos dicen a menudo. Pero, ¿qué es esta
“autodefensa de masas”? ¿Sin organización de combate? ¿Sin cuadros
especializados? ¿Sin armamento? Endosar a las masas no organizadas, no
preparadas, libradas a si mismas, la defensa contra el fascismo, sería
representar un papel incomparablemente más bajo que el de Poncio Pilatos. Negar
el rol de la milicia, es negar el rol de la vanguardia. En ese caso, ¿para qué
un partido? Sin el apoyo de las masas, La milicia no es nada. Pero, sin
destacamentos de combate organizados, las masas más heroicas serán aplastadas,
sector por sector, por las bandas fascistas. Oponer la milicia a la autodefensa
es absurdo. La milicia es el órgano de la autodefensa.
—Llamar
a la organización de la milicia, dicen algunos adversarios por cierto poco
serios y poco honestos, es una “provocación”. Esto no es un argumento, sino un
insulto. Si la necesidad de defender las organizaciones obreras surge de toda
la situación, ¿cómo se puede no llamar a la creación de milicias? ¿Puede
decírsenos que la creación de milicias “provoca” los ataques de los fascistas y
la represión del gobierno? En tal caso, se trata de un argumento absolutamente
reaccionario. El liberalismo ha dicho siempre a los obreros que dos “provocan”
a la reacción, mediante su lucha de clases. Los reformistas repitieron esta
acusación contra los marxistas; los mencheviques contra los bolcheviques. Estas
acusaciones se reducen, en definitiva, a este profundo pensamiento: si los
oprimidos no se pusieran en movimiento, los opresores no se verían obligados a
golpearlos. Es la filosofía de Tolstoi y de Gandhi, pero de ningún modo la de
Marx y de Lenin. Si L ‘Humanité desea desde ahora desarrollar
la doctrina de la “no resistencia al mal por la violencia”, deberá tomar como
símbolo, no La hoz y el martillo, emblema de la revolución de Octubre, sino la
bondadosa cabra que nutre a Gandhi con su leche.
—Pero,
el armamento de los obreros no es oportuno más que en una situación
revolucionaria que aún no existe. Este profundo argumentó significa que los
obreros deben dejarse golpear hasta que la situación se vuelva revolucionaria.
Los que ayer predicaban el “tercer periodo” no quieren ver lo que pasa ante sus
ojos. La propia cuestión del armamento no ha surgido prácticamente, más que
porque la situación “pacifica”, “normal”, “democrática” ha dejado el lugar a
una situación agitada, crítica, inestable, que puede tan fácilmente
transformarse en una situación revolucionaria como contrarrevolucionaria. Esa
alternativa depende, ante todo, de esto: ¿Se dejarán golpear los obreros de
vanguardia, impunemente, sector por sector o, a cada golpe responderán con dos
golpes, elevando el coraje de los oprimidos y uniéndolos a su alrededor? Una
situación revolucionaria no cae del cielo. Se forma con la participación activa
de la clase revolucionaria y de su partido.
Los
estalinistas franceses invocan el hecho de que la milicia no ha salvado a!
proletariado alemán de la derrota. Hasta ayer, negaban que hubiera derrota en
Alemania, y afirmaban que la política de los estalinistas alemanes había sido
justa del principio al fin. Hoy, ven todo el mal en La milicia
obrera alemana (Rote Front). Así, de un error caen al error
opuesto, no menos monstruoso. La milicia no resuelve la cuestión por si misma. Hace
falta una política correcta. Y la política de los stalinistas en
Alemania (“el socialfascismo es el enemigo principal”, la escisión sindical, el
coqueteo con el nacionalismo, putchismo) condujo fatalmente al aislamiento de
la vanguardia proletaria y a su derrumbe. Con una estrategia totalmente
errónea, ninguna milicia podía salvar la situación.
Es
una tontería decir que la organización de la milicia por si misma, abre el
camino a las aventuras, provoca al enemigo, reemplaza la lucha política por la
lucha física, etc. En todas esas frases no hay sino cobardía política. La
milicia, como fuerte organización de la vanguardia es, de hecho, el medio más
seguro contra las aventuras, contra el terrorismo individual, contra las
sangrientas explosiones espontáneas. La milicia es, al mismo tiempo, el único
medio serio de reducir al mínimo la guerra civil que el fascismo impone al
proletariado. Que los obreros, a pesar de la ausencia de “situación
revolucionaria”, corrijan solamente alguna vez a los “hijos de papá” patriotas
con sus propios métodos, y el reclutamiento de nuevas bandas fascistas se hará
de golpe incomparablemente más difícil.
Pero
aquí los estrategas, embrollados por su propio razonamiento, nos lanzan
argumentos aún más sorprendentes. Leemos textualmente: “Si respondemos a los
tiros de las bandas fascistas con otros tiros, —escribe L ‘Humanité del
23 de octubre— perdemos de vista que el fascismo es el producto del régimen
capitalista y que, luchando contra el fascismo, es a todo el sistema al que
enfrentamos”. Es difícil acumular en pocas líneas más confusión y más errores.
Es imposible defenderse contra los fascistas, porque representan... “un
producto del régimen”. Esto significa que debe renunciarse a toda lucha, pues
todos los males sociales contemporáneos son “productos del sistema
capitalista”.
Cuando
los fascistas matan a un revolucionario o incendian la sede de un periódico
proletario, los obreros deben contestar filosóficamente: “¡Ah!, los asesinatos
y los incendios son los productos del sistema capitalista,” y volver a casa con
la conciencia tranquila. La postración fatalista sustituye a la teoría
militante de Marx, con ventaja únicamente para el enemigo de clase. Por
supuesto, la ruina de la pequeña burguesía es el producto del capitalismo. El
crecimiento de las bandas fascistas es, por su parte, el producto de la ruina
de la pequeña burguesía. Pero, por otro lado, el aumento de la miseria y de la
indignación del proletariado es también, por su parte, el producto del
capitalismo y la milicia, el producto de la exacerbación de la lucha de clases.
Entonces, ¿por qué para los “marxistas” de L ‘Humanité, las
bandas fascistas son el producto legítimo del capitalismo, y la milicia obrera,
el producto ilegítimo de... los trotskistas? Decididamente, es imposible
entender nada de esto.
Se
nos dice: es necesario hacer frente a todo el “sistema”. ¿Cómo? ¿Por encima de
la cabeza de los seres humanos? Sin embargo, los fascistas han comenzado por
los tiros y han terminado con la destrucción de todo el “sistema” de las
organizaciones obreras. ¿Cómo detener entonces, la ofensiva armada del enemigo,
si no es por medio de una defensa armada, para pasar a continuación a nuestro
tumo, a la ofensiva?
Por
cierto, L ‘Humanité admite de palabra la defensa, pero solo
como “autodefensa de masas”: La milicia es perjudicial, porque, vea usted,
separa a los destacamentos de combate de las masas. ¿Pero entonces, por qué
entre los fascistas existen destacamentos armados independientes que no se
separan de las masas reaccionarias, sino por el contrario, mediante sus golpes
bien organizados elevan el coraje de esas masas y refuerzan su audacia? ¿O las
masas proletarias son tal vez, por sus cualidades combativas, inferiores a la
pequeña burguesía desclasada?
Embrollado
hasta el final, L ‘Humanité comienza a vacilar: he aquí que la
autodefensa de masas necesita crear sus “grupos de autodefensa”. En lugar de la
milicia repudiada, se ponen grupos especiales, destacamentos. A primera vista,
parece que la diferencia es solo de nombre. En verdad, ni el nombre propuesto
por L ‘Humanité vale algo. Se puede hablar de “autodefensa de
masas”, pero es imposible hablar de “grupos de autodefensa”, pues los grupos no
tienen por objetivo defenderse a sí mismos, sino a las organizaciones obreras.
No obstante, no se trata, por supuesto, del nombre. Los “grupos de
autodefensa”, según L ‘Humanité, deben renunciar al empleo de
las armas, para no caer en el “putchismo”. Estos sabios tratan a la clase
obrera como a un niño en cuyas manos no debe dejarse una navaja. Además, las
navajas son, como es sabido, el monopolio de los Camelots du Roi, quienes, siendo
un legítimo “producto del capitalismo”, han derribado el “sistema” de la
democracia. Sin embargo, ¿cómo van a defenderse los “grupos de autodefensa”
contra los revólveres fascistas? “Ideológicamente”, por supuesto. Dicho de otro
modo: no les queda otro remedio que esconderse. No teniendo en sus manos lo que
hace falta, deben buscar la “autodefensa” en las piernas. Mientras tanto, los
fascistas saquearán impunemente las organizaciones obreras. Pero, si el proletariado
sufre una terrible derrota, al menos no se habrá hecho culpable de “putchismo”.
¡Disgusto y desprecio: esto es lo que provoca esa charlatanería pasada bajo la
bandera del “bolchevismo" Ya en el tiempo del “tercer período” de feliz
memoria, cuando los estrategas de L‘Humanité tenían el delirio
de las barricadas, “conquistaban” la calle todos los días y trataban de
“socialfascistas” a todos los que no compartían sus extravagancias, predijimos:
“En
cuanto esta gente se queme la punta de los dedos, se convertirán en los peores
oportunistas”. Ahora, la predicción se ha confirmado completamente. En el
momento en que en el Partido Socialista se refuerza y crece el movimiento en
favor de la milicia, los jefes del partido que se llama Comunista corren a la
manguera de incendios para enfriar las aspiraciones de los obreros de
vanguardia de formar columnas de combate. ¿Puede imaginarse un trabajo más
nefasto y más desmoralizante?
Hay que construir la milicia obrera
En
las filas del Partido Socialista, a veces se escucha esta objeción: “Es
necesario formar la milicia, pero no hace falta hablar tan alto sobre eso”. No
se puede sino felicitar a los camaradas que tienen el cuidado de sustraer el
lado práctico del asunto a los ojos y oídos indeseables. Pero es demasiado
tonto pensar que se puede crear la milicia imperceptiblemente, en secreto,
entre cuatro paredes. Nos hacen falta decenas y, enseguida, centenares de miles
de combatientes. Solo vendrán si millones de obreros y obreras, y tras ellos
también los campesinos, comprenden la necesidad de la milicia y crean,
alrededor de los voluntarios, un clima de ardiente simpatía y de apoyo activo.
La conspiración puede y debe involucrar únicamente el lado práctico del asunto.
Pero en cuanto a la campaña política, debe desarrollarse abiertamente, en las
reuniones, en las fábricas, en las calles y en las plazas públicas.
Los
cuadros fundamentales de la milicia deben ser los obreros fabriles, agrupados
según el lugar de trabajo, conociéndose unos a otros y pudiendo proteger a sus
destacamentos de combate de la infiltración de agentes enemigos con mucha mayor
facilidad y seguridad que los burócratas de primera línea. Los estados mayores
conspirativos, sin la movilización abierta de las masas, quedarán suspendidas
en el aire en el momento de peligro. Es necesario que todas las organizaciones
obreras pongan manos a la obra. En esta cuestión, no puede haber una línea
divisoria entre los partidos obreros y los sindicatos. Hombro a hombro, deben
movilizar a las masas. así, el éxito de la milicia obrera estará plenamente
asegurado.
Pero,
¿de dónde van a sacar las armas los obreros?, objetan los serios “realistas”,
es decir los filisteos asustados. El enemigo de clase tiene los fusiles, los cañones,
los tanques, los gases, los aviones; y los obreros, unos centenares de
revólveres y de cuchillos.
En
esta objeción, todo se junta para asustar a los obreros. Por una parte,
nuestros sabios identifican el armamento de los fascistas con el armamento del
Estado; por otra se vuelven hacia el Estado para suplicarle que desarme a los
fascistas. ¡Lógica destacable! Dc hecho, su posición es falsa en los dos casos.
En Francia, los fascistas aún están lejos de haberse apoderado del Estado. El 6
de febrero, entraron en un enfrentamiento armado con la policía del Estado. Por
eso, será falso hablar de cañones y tanques, cuando se trate de lo
inmediato de la lucha armada contra los fascistas. Los fascistas, por
supuesto, son más ricos que nosotros y les resulta más fácil comprar armas.
Pero los obreros son más numerosos, más decididos, más devotos, por lo menos
cuando cuentan con una firme dirección revolucionaria. Entre otras fuentes, los
obreros pueden armarse a costa de los fascistas, desarmándolos sistemáticamente.
Actualmente, esta es una de las formas más serias de lucha contra el fascismo.
Cuando los arsenales obreros comiencen a llenarse a expensas de los depósitos
fascistas, los bancos y los trusts se harán más prudentes en la financiación
del armamento de sus guardias asesinas. Puede admitirse incluso que en ese caso —pero
solo en ese caso— las autoridades alarmadas comiencen realmente a
impedir el armamento de los fascistas, para no ofrecer una fuente suplementaria
de armamento a los obreros. Desde hace mucho, se sabe que solo una táctica
revolucionaria crea, como producto accesorio, “reformas” o concesiones del
gobierno.
¿Pero
cómo desarmar a los fascistas? Naturalmente, es imposible hacerlo cínicamente
por medio de artículos en los periódicos. Hay que crear escuadras de combate.
Hay que crear los estados mayores de la milicia. Hay que instituir un buen
servicio de informaciones. Miles de informantes y de auxiliares amistosos se
nos acercarán, cuando comprendan que hemos encarado el asunto con seriedad. Hace
falta una voluntad de acción proletaria. [4]
Pero
los armamentos fascistas no son, naturalmente, La única fuente. En Francia, hay
más de un millón de obreros organizados; hablando en general, es un número muy
bajo, pero es más que suficiente para establecer un comienzo de milicia obrera.
Si los partidos y los sindicatos armaran solamente a la décima parte de sus
miembros, ya habría una milicia de 100.000 hombres. No cabe duda de que el
número de los voluntarios, al día siguiente del llamado del “frente único” para
formar la milicia, lo sobrepasaría de lejos. Las cotizaciones de los partidos y
de los sindicatos, las colectas y las contribuciones voluntarias permitirían,
en uno o dos meses, asegurar armas a 100.000 o 200.000 combatientes obreros. La
canalla fascista pondría rápidamente la cola entre las patas. Toda la
perspectiva del proceso se haría incomparablemente más favorable.
Invocar
la ausencia de armamento u otras causas objetivas para explicar por qué aún no
se ha encarado la creación de la milicia, es engañarse a sí mismo y a los
demás. El principal obstáculo, se puede decir que el único, radica en el
carácter conservador y pasivo de las organizaciones obreras dirigentes. Los
escépticos que están a su frente no creen en la fuerza del proletariado. Ponen
su esperanza en todo tipo de milagros venidos de arriba, en lugar de dar una
salida revolucionaria a la energía de abajo. Los obreros conscientes deben
obligar a sus jefes, ya sea a pasar inmediatamente a la creación de la milicia
del pueblo, ya sea a ceder el lugar a fuerzas más jóvenes y frescas.
¿Para
qué conquistar el poder si pueden obtenerse los mismos resultados por la vía
pacífica? “Bajo ‘La presión y el control” del Frente Único, Germain-Martin va a
nacionalizar los bancos y Marchandeau va a mandar a la cárcel a los
conspiradores reaccionarios, empezando por su colega Tardieu. La idea de la
“presión y el control” en lugar de la lucha revolucionaria, no ha sido
inventada por Vaillant-Couturier, la ha tornado prestada de Otto Bauer,
Hilferding y el menchevique ruso Dan. El objetivo de esta idea es el siguiente:
desviar a los obreros de la lucha revolucionaria. De hecho, es cien veces más
fácil aplastar a los fascistas con las propias manos que con las manos de una
policía hostil. Y cuando el Frente Único se vuelva suficientemente poderoso
corno para “controlar” el aparato del Estado —por consiguiente, después de la
toma del poder, y de ningún modo antes— eliminará simplemente la policía
burguesa y pondrá en su lugar La milicia obrera.
El armamento del proletariado
Una
huelga es inconcebible sin propaganda y sin agitación, pero también sin
piquetes que, donde puedan, actúen por la persuasión y allí donde se vean
obligados, recurran a la fuerza física. La huelga es la forma más elemental de
la lucha de clases, en la que se combinan siempre, en proporciones variables,
los procedimientos “ideológicos” y los procedimientos físicos. La lucha contra
el fascismo es, en el fondo, una lucha política, que requiere una milicia del
mismo modo que una huelga requiere piquetes. En el fondo, el piquete es el
embrión de la milicia obrera. Aquel que piense que es necesario renunciar a la
lucha física, debe renunciar a toda lucha, pues el espíritu no vive sin la
carne.
De
acuerdo a la magnífica expresión del teórico militar Clausewitz, la guerra es
la continuación de la política por otros medios. Esta definición también se
aplica plenamente a la guerra civil. La lucha física no es sino uno de los
“otros medios” de la lucha política. Es imposible oponer una a la otra, pues es
imposible detener La lucha política cuando se transforma, por la fuerza de su
desarrollo interno, en lucha física. El deber de un partido revolucionario es
prever la inevitabilidad de la transformación de la política en conflicto
armado declarado y prepararse con todas sus fuerzas para ese momento, como se
preparan para él las clases dominantes.
Los
destacamentos de la milicia para la defensa contra el fascismo son los primeros
pasos en el camino del armamento del proletariado, pero no el último. Nuestra
consigna es: Armamento del proletariado y de los campesinos revolucionarios. La
milicia del pueblo, a fin de cuentas, debe abarcar a todos los trabajadores. No
se podrá cumplir ese programa completamente, más que en el Estado obrero, a
cuyas manos pasarán todos los medios de producción y por consiguiente, también
los medios de destrucción, es decir todos los armamentos y todas las fábricas
que los producen.
Sin
embargo, es imposible llegar al Estado obrero con las manos vacías. De una vía
pacífica, constitucional, al socialismo, no pueden hablar más que los inválidos
políticos, del tipo de Renaudel. La vía constitucional está cortada por
trincheras que ocupan las bandas fascistas. Hay muchas de esas trincheras ante
nosotros. La burguesía no vacilará en provocar una docena de golpes de estado
para prevenir la llegada del proletariado al poder. Un Estado obrero socialista
no puede ser creado más que por vía de una revolución victoriosa. Toda
revolución es preparada por La marcha del desarrollo económico y político, pero
es decidida siempre por conflictos armados declarados entre las clases
hostiles. Una victoria revolucionaria no es posible más que gracias a una larga
agitación política, un largo trabajo de educación, una larga tarea de organización
de las masas. Pero el propio conflicto armado debe también prepararse con mucha
anterioridad. Los obreros deben saber que tendrán que batirse en una lucha a
muerte. Deben tender a armarse, como una garantía de su liberación. En una
época tan crítica como la actual, el partido de la revolución debe predicar
incansablemente a los obreros la necesidad de armarse y de hacer todo lo que
puedan para asegurar, por lo menos, el armamento de la vanguardia proletaria.
Sin esto, la victoria es imposible.
Las
últimas grandes victorias electorales del Partido Laborista británico no
contradicen en modo alguno lo que acabamos de decir. Aun suponiendo que las
próximas elecciones parlamentarias dieran mayoría absoluta al partido obrero
(lo que no es para nada seguro), si se admite aún que el partido se aplica
realmente a realizar reformas socialistas (lo que es poco verosímil),
encontrará inmediatamente una oposición tan encarnizada de la Cámara de los
Lores, de la corona, de los bancos, de la Bolsa, de la burocracia, de la gran
prensa, que se hará inevitable la escisión en la fracción parlamentaria. El ala
izquierda, la más radical, se hallará convertida en minoría parlamentaria. Simultáneamente,
el movimiento fascista tomará dimensiones sin precedentes. La burguesía
inglesa, espantada por las elecciones municipales, se prepara ahora, sin
ninguna duda, realmente para una lucha extraparlamentaria, al mismo tiempo que
las direcciones del partido obrero arrullan al proletariado con los sucesos
electorales y las ilusiones parlamentarias. Lamentablemente, los obreros
socialistas son obligados a ver los acontecimientos británicos a través de los
lentes rosados de Jean Longuet. De hecho, la burguesía británica impondrá al
proletariado una guerra civil tanto más cruel, cuanto menos se preparen para
ella los jefes del Partido Laborista.
—¿Pero
de dónde saca usted las armas para todo el proletariado?, objetan nuevamente
los escépticos, que toman su inconsistencia interior por una imposibilidad
objetiva. Olvidan que la misma cuestión se ha planteado en todas las
revoluciones a lo largo de la historia. Y, a pesar de todo, las revoluciones
triunfantes marcan etapas importantes en el desarrollo de la humanidad.
El
proletariado produce las armas, las transporta, construye los arsenales en los
que son depositadas, defiende esos arsenales contra sí mismo, sirve en el
ejército y crea todo el equipamiento de éste último. No son cerraduras ni muros
los que separan las armas del proletariado, sino el hábito de la sumisión, La
hipnosis de la dominación de ciase, el veneno nacionalista. Bastará con
destruir esos muros psicológicos, y ningún muro de piedra resistirá. Bastará
que el proletariado quiera tener las armas, y las encontrará. La tarea del
partido revolucionario es la de despertar en el proletariado esa voluntad y
facilitar su realización.
Pero
he aquí que Frossard y algunos centenares de parlamentarios, periodistas y
funcionarios sindicales asustados lanzan su último argumento; el de más peso:
“¿Pueden las personas serias en general poner sus esperanzas en el éxito de la
lucha física después de las últimas experiencias trágicas de Austria y España?
Pensad en la técnica actual: ¡los tanques! , ¡los gases!, ¡los aeroplanos! Este
argumento demuestra solamente que algunas “personas serias” no solo no quieren
aprender nada, sino que con el miedo olvidan además lo poco que han aprendido
en otro tiempo. La historia de estos últimos veinte años demuestra, de modo particularmente
claro, que los problemas fundamentales en las relaciones entre las clases, lo
mismo que entre las naciones, se resuelven por medio de la fuerza física. Los
pacifistas han esperado durante mucho tiempo que el aumento de la técnica
militar hiciera imposible La guerra. Durante décadas, los filisteos han
repetido que ci aumento de la técnica militar haría imposible La revolución.
Sin embargo, guerras y revoluciones siguen su marcha. Nunca ha habido tantas
revoluciones, incluso revoluciones victoriosas, como después de la última
guerra, que puso al descubierto toda la fuerza de la técnica militar.
Bajo
la forma de los más novedosos descubrimientos, Frossard y Cia. presentan viejos
esquemas; se limitan a invocar, en lugar de los fusiles automáticos y las
ametralladores, a los tanques y aviones de bombardeo. Respondemos: detrás de
cada máquina hay hombres, ligados por relaciones no solo técnicas, sino también
sociales y políticas. Cuando el desarrollo histórico pone ante una sociedad una
tarea revolucionaria impostergable, como cuestión de vida o muerte, cuando
existe una clase progresiva a cuya victoria se encuentra ligada la salvación de
la sociedad, la propia marcha de la lucha política abre ante la clase
revolucionaria las posibilidades más diversas: tan pronto, paralizar la fuerza
militar del enemigo, tan pronto, apoderarse de ella, al menos parcialmente. En
la conciencia de un filisteo, esas posibilidades se presentan siempre como
“éxitos ocasionales”, que nunca más se repetirán. De hecho, en toda gran
revolución verdaderamente popular se abren toda clase de posibilidades en las
combinaciones más inesperadas, pero en el fondo completamente naturales. Pero,
pese a todo, la victoria no se produce por sí sola. Para utilizar las
posibilidades favorables, hace falta una voluntad revolucionaria, una firme
resolución de vencer, una dirección sólida y perspicaz.
L ‘Humanité admite de palabra la
consigna de “armamento de los obreros”, pero solo para renunciar a ella en los
hechos. Actualmente, en este período, es inadmisible lanzar una consigna que no
es oportuna más que en “plena crisis revolucionaria”. Es peligroso cargar el
fusil, dice el cazador demasiado “prudente”, mientras no se ve la presa. Pero,
cuando se ve la presa, es un poco tarde para cargar el fusil. ¿Es que los
estrategas de L ‘Humanité piensan que, “en plena crisis
revolucionaria”, podrán, sin preparación, movilizar y armar al proletariado?
Para conseguir muchas armas, hace falta tener, al menos algunas. Hacen falta
cuadros militares. Hace falta que las masas tengan el deseo invencible de
apoderarse de las armas. Hace falta un trabajo preparatorio ininterrumpido, no
sólo en las salas de gimnasia, sino indisolublemente ligado con la lucha
cotidiana de las masas. Esto quiere decir: hace falta construir inmediatamente
la milicia y, al mismo tiempo realizar propaganda en favor del armamento
general de los obreros y de los campesinos revolucionarios.
Pero las derrotas de Austria y España...
La
impotencia del parlamentarismo en las condiciones de crisis total del sistema
social del capitalismo es tan evidente, que los demócratas vulgares en el campo
obrero (Renaudel, Frossard y sus imitadores) no encuentran un argumento para
defender sus prejuicios petrificados. Con mayor razón, están dispuestos a
asirse de todos los fracasos y todas las derrotas sufridas en el camino
revolucionario. El desarrollo de su pensamiento es el siguiente: si el
parlamentarismo puro no ofrece salida, con la lucha armada no se mejora la
situación. Las derrotas de las insurrecciones proletarias de Austria y España
son ahora para ellos, por supuesto, el argumento preferido. De hecho, en la
crítica del método revolucionario, la inconsistencia teórica y política de los
demócratas vulgares aparece aún más claramente que en su defensa de los métodos
de la putrefacta democracia burguesa. Nadie ha dicho que el método
revolucionario asegure automáticamente la victoria. Lo que decide no es el
método en sí mismo, sino su aplicación correcta, la orientación marxista en los
acontecimientos, una organización poderosa, la confianza de las masas
conquistada a través de una larga experiencia, una dirección perspicaz y firme.
El resultado de todo combate depende del momento y de las condiciones del
conflicto, de la relación de fuerzas. El marxismo está lejos de pensar que el
conflicto armado es el único método revolucionario, una panacea buena en todas
las condiciones. El marxismo, en general, no conoce fetiches, ni parlamentarios
ni insurreccionales. Todo es bueno, en su lugar y en su tiempo. Hay algo que
puede decirse desde el principio: por el camino parlamentario, el proletariado
socialista nunca y en ningún lado ha conquistado el poder; y ni siquiera se ha
aproximado a ello. Los gobiernos de Scheidemann, Hermann Müller, Mac Donald
nada tenían en común con el socialismo. La burguesía no ha permitido a los
socialdemócratas y laboristas llegar al poder más que con la condición de que
defendieran el capitalismo contra sus enemigos. Y ellos han cumplido
escrupulosamente con esa condición. El socialismo parlamentario,
contrarrevolucionario, no ha hecho realidad nunca y en ninguna parte un
ministerio socialista; por el contrario, ha logrado formar renegados
despreciables, que explotaron al partido obrero para hacer una carrera
ministerial: Millerand, Briand, Viviani, Laval, Paul-Boncour, Marquet.
Por
otra parte, está demostrado por la experiencia histórica que el método
revolucionario puede conducir a la conquista del poder por el proletariado: en
Rusia en 1917, en Alemania y Austria en 1918, en España en 1930. En Rusia,
habla un poderoso partido bolchevique que, durante largos años, preparó la
revolución y que supo tomar el poder sólidamente. Los partidos reformistas de
Alemania, Austria y España no prepararon ni dirigieron la revolución, sino que
la sufrieron. Espantados por el poder que había caído en sus manos, contra sus
deseos, lo cedieron benévolamente a la burguesía. De este modo, minaron la
confianza en sí mismo del proletariado y, aún más, la confianza de la pequeña
burguesía en el proletariado. Prepararon las condiciones del crecimiento de la
reacción fascista, de la que fueron víctimas.
La
guerra civil, hemos dicho siguiendo a Clausewitz, es la continuación de la
política, pero por otros medios. Esto significa: el resultado de la guerra
civil depende solo en 1/4 (por no decir 1/10), de la marcha de la propia guerra
civil, de sus medios técnicos, de la dirección puramente militar, y en los
restantes 3/4 (si no 9/10) de la preparación política. ¿En qué consiste esa
preparación política? En la cohesión revolucionaria de las masas, en su
liberación de las esperanzas serviles en la clemencia, la generosidad, la
lealtad de los esclavistas “democráticos”, en la educación de cuadros
revolucionarios que sepan desafiar a la opinión pública burguesa y que sean capaces
de mostrar frente a la burguesía, aunque más no sea una décima parte de la
implacabilidad que la burguesía muestra frente a los trabajadores. Sin este
temple, la guerra civil, cuando las condiciones La impongan —y siempre
terminan por imponerla— se desarrollará en las condiciones más
desfavorables para el proletariado, dependerá en mayor medida de los azares;
después, aún en caso de victoria militar, el poder podrá escapar de las manos
del proletariado. Quien no vea que la lucha de clases conduce inevitablemente a
un conflicto armado, es un ciego. Pero no es menos ciego quien, frente al
conflicto armado, no ve toda la política previa de las clases en lucha.
En
Austria quien ha sufrido la derrota no fue el método de la insurrección, sino
el austro marxismo; en España, el reformismo parlamentario sin principios. En
1918, la socialdemocracia austríaca, a espaldas del proletariado, transmitió a
la burguesía el poder que aquel había conquistado. En 1927, no solo se apartó
cobardemente de la insurrección proletaria que tenía todas las posibilidades de
vencer, sino que dirigió la Schutzbund obrera contra las masas insurgentes. De
ese modo, preparó la victoria de Dollfüss. Bauer y Cia. decían: “Queremos una
evolución pacífica, pero si el enemigo pierde la cabeza y nos ataca,
entonces...”. Esta fórmula parecía ser muy “sabia” y muy “realista”.
Desgraciadamente, es sobre el modelo austro marxista que Marceau Pivert
construye también sus razonamientos: “Si... entonces”. De hecho, esta fórmula
es una trampa para los obreros: los tranquiliza, los adormece, los engaña. “Si”
quiere decir: las formas de la lucha dependen de la buena voluntad de la
burguesía y no de la imposibilidad de conci1iar los intereses de las clases.
“Si” quiere decir: si somos pacíficos, prudentes, conciliadores, la burguesía
será leal y todo ira pacíficamente. Corriendo detrás del fantasma “si”, Otto
Bauer y los otros jefes de la socialdemocracia austríaca retrocedieron
pasivamente ante la reacción, le cedieron una posición tras otra.
desmoralizaron a las masas, volvieron a retroceder, hasta el momento en que se
encontraron finalmente metidos en un callejón sin salida; allí, en el último
reducto, aceptaron la batalla y ... la perdieron.
En
España, los acontecimientos siguieron otro camino, pero en e fondo, las causas
de la derrota son las mismas. El Partido Socialista, como los
“social-revolucionarios” y los mencheviques rusos, compartió el poder con la
burguesía republicana, para impedir a los obreros que llevaran la revolución
hasta el final. Durante dos años, los socialistas en el poder ayudaron a la
burguesía a desembarazarse de las masas mediante migajas de reformas agrarias,
sociales y nacionales. Contra las capas más revolucionarias del pueblo, los
socialistas emplearon la represión. El resultado fue doble. El
anarco-sindicalismo que, con una política correcta del partido obrero, se
hubiera fundido como la cera en el fuego de la revolución, en realidad se
reforzó y atrajo a su alrededor a las capas más combativas del proletariado. En
el otro polo, la demagogia social-católica explotó hábilmente el descontento de
las masas hacia el gobierno burgués-socialista. Cuando el Partido Socialista
estuvo suficientemente comprometido, la burguesía lo echó del poder y paso a la
ofensiva en toda la línea. El Partido Socialista se vio obligado a defenderse
en las condiciones extremadamente desfavorables que le había preparado su
propia política anterior. La burguesía tenía ya un apoyo de masas a la derecha.
Los jefes anarco-sindicalistas, que en el curso de la revolución cometieron
todos los errores propios de esos confusionistas profesionales, se negaron a
apoyar la insurrección dirigida por los “políticos” traidores. El movimiento no
tuvo un carácter general sino esporádico. El gobierno dirigió sus golpes sobre
todos los cuadros del tablero. a guerra civil así impuesta por la reacción
terminó con la derrota del proletariado.
De
la experiencia española no es difícil sacar una conclusión contra la
participación socialista en un gobierno burgués. La conclusión es en sí misma
indiscutible, pero absolutamente insuficiente . El pretendido “radicalismo”
austro marxista no es mejor que el ministerialismo español. La diferencia entre
ellos es técnica y no política. Ambos esperaban que la burguesía les
retribuyera “lealtad” por “lealtad”. Y ambos han llevado al proletariado a
sendas catástrofes. En España como en Austria sufrieron la derrota, no los
métodos de la revolución, sino los métodos oportunistas en una situación
revolucionaria. ¡No es lo mismo!
No
nos detendremos aquí sobre la política de la Internacional Comunista en Austria
y España y remitimos al lector a las colecciones de La Verité de
los últimos años y a una serie de folletos.
En
una situación política excepcionalmente favorable, los Partidos Comunistas
austríaco y español, trabados por la teoría del “tercer período”, del
“socialfascismo”, etc., se encontraron sentenciados a un completo aislamiento.
Comprometiendo los métodos de la revolución por la autoridad de “Moscú”,
cerraron por sí mismos el camino a una política verdaderamente marxista,
verdaderamente bolchevique. La propiedad fundamental de la revolución es
someter a un examen rápido e implacable a todas las doctrinas y a todos los
métodos. El castigo sigue casi inmediatamente al crimen. La responsabilidad de
la Internacional Comunista por las derrotas del proletariado en Alemania, en
Austria, en España, es incalculable. No basta con tener una política
“revolucionaria” (de palabra). Hay que tener una política correcta. Nadie ha
encontrado todavía otro secreto para la victoria.
El frente único y la lucha por el poder
Ya
hemos dicho: el frente único de los Partidos Socialista y Comunista encierra
grandiosas posibilidades. Con sólo quererlo seriamente, sería mañana el dueño
de Francia. Pero debe quererlo.
El
hecho de que Jouhaux y, en general, la burocracia de La C.G.T., se mantengan fuera del
frente único, conservando su “independencia”, parece contradecir lo que
decimos. En una época de grandes tareas y de grandes peligros que ponen a las
masas de pie, desaparecen los límites entre las organizaciones políticas y
sindicales del proletariado. Los obreros quieren saber cómo salvarse de la
desocupación y del fascismo, cómo conquistar su independencia ante el capital y
no se preocupan para nada de la “independencia” de Jouhaux hacia la política
proletaria (Jouhaux es ¡ay! tan dependiente de la política burguesa). Si la
vanguardia proletaria, representada por el frente único, traza con corrección
el camino de la lucha, todos los obstáculos levantados por la burocracia
sindical, serán barridos por el torrente vivo del proletariado. La clave de la
situación está hoy en el frente único. Si éste no utiliza esa llave, jugará el
lamentable papel que habría jugado inevitablemente el frente único de los
“social-revolucionarios” y los mencheviques en 1917 en Rusia, si los
bolcheviques no se lo hubieran impedido.
No
hablamos de los Partidos Socialista y Comunista en particular, pues
políticamente, ambos han renunciado a su independencia en favor del frente
único. Desde el momento en que los dos partidos obreros, que competían
vivamente en el pasado, han renunciado a criticarse mutuamente y a captar cada
uno los adherencias del otro, por esa misma circunstancia han dejado de existir
como partidos distintos. Invocar “divergencias de principios” que se mantienen,
no cambia nada. Desde que las divergencias de principio no se manifiestan
abierta y activamente en un momento tan pleno de responsabilidades como el
actual, dejan de existir públicamente; son como tesoros que duermen en el fondo
del mar. ¿Terminará
o no el trabajo común en la fusión? No queremos predecirlo. Pero en el período
presente, que tiene una importancia decisiva para el destino de Francia, el
frente único actúa como un partido incompleto, construido sobre el principio
federativo.
¿Qué
quiere el frente único? Hasta ahora, no lo ha dicho a las masas. ¿La lucha
contra el fascismo? Pero, hasta ahora no ha explicado siquiera cómo piensa
luchar contra el fascismo. Por otra parte , el bloque puramente defensivo
contra el fascismo podría ser suficiente solo si, en todo lo demás, los dos
partidos conservaran una completa independencia. Pero no, tenemos un frente
único que abarca casi toda la actividad pública de los dos partidos y excluye
su lucha recíproca para conquistar la mayoría del proletariado. Hay que sacar
todas las consecuencias de esta situación. La primera y más importante es la siguiente: la
lucha por el poder. El objetivo del frente único no puede ser otro que
un gobierno de frente único, es decir un gobierno socialista-comunista, un
ministerio Blum-Cachin. Hay que decirlo abiertamente. Si el frente único se
toma a si mismo en serio —y esta es la condición necesaria para que lo tomen en
serio las masas populares— no puede escapar a la consigna de conquista del
poder. ¿Por qué medios? Por todos los medios que conduzcan al objetivo. El
frente único no renuncia a la lucha parlamentaria. Pero utiliza el Parlamento ante
todo para desenmascarar la impotencia de éste y explican al pueblo que el
gobierno actual tiene una base extra-parlamentaria y que no se lo puede
derrocar más que por un poderoso movimiento de masas. La lucha por el poder
significa la utilización de todas las posibilidades que ofrece el régimen
bonapartista semi parlamentario, para derrocarlo mediante una embestida
revolucionaria; para reemplazar al Estado burgués por un Estado obrero.
Las
últimas elecciones cantonales han arrojado un crecimiento de los votos
socialistas y sobre todo comunistas. En sí mismo, este hecho no significa nada.
El Partido Comunista alemán tuvo, en la víspera de su derrumbe, una afluencia
incomparablemente más impetuosa de votos. Nuevas y amplias capas de oprimidos
son empujadas hacia la izquierda por toda ha situación, independientemente
incluso de La política de los partidos extremos. El Partido Comunista francés
ha ganado más votos, pues a pesar de su política conservadora actual, por
tradición sigue siendo “la extrema izquierda”. Las masas han manifestado, de
ese modo, su tendencia a dar un impulso hacia la izquierda a los partidos
obreros, pues ellas están enormemente más a la izquierda que sus partidos.
También el estado de ánimo revolucionario de la juventud socialista da testimonio
de esto. ¡No hay que olvidar que la juventud representa el barómetro sensible
de toda la clase y de su vanguardia! Si el frente único no sale de la pasividad
o, aun peor, emprende un indigno romance con los radicales “de izquierda”, a
expensas del frente único comenzarán a fortalecerse los anarco-sindicalistas,
los anarquistas y otros grupos similares de desintegración política. Al mismo
tiempo, se fortalecerá la indiferencia, precursora de la catástrofe. Por el
contrario, si el frente único, protegiendo su retaguardia y sus flancos contra
las bandas fascistas, inicia una gran ofensiva política bajo la consigna de la
conquista del poder, hallará un eco tan poderoso que superará las esperanzas
más optimistas. Solo pueden no comprender esto los charlatanes huecos, para
quienes los grandes movimientos de masas siempre será un libro cerrado con
siete sellos.
No un programa de pasividad, sino un programa de
revolución
La
lucha por el poder debe partir de la idea fundamental de que, aún si es posible
oponerse a un agravamiento futuro de la situación de las masas en el terreno
del capitalismo, no puede concebirse ninguna mejora real de su situación sin
una incursión revolucionaria contra el derecho de propiedad capitalista. La
campaña del frente único debe apoyarse sobre un programa de transición bien
elaborado, es decir sobre un sistema de medidas que-con un gobierno obrero y
campesino-deben asegurar la transición del capitalismo al socialismo[5].
Entonces,
hace falta un programa, no para tranquilizar la propia conciencia, sino para
conducir una acción revolucionaria. ¿De qué vale el programa, si es letra
muerta? El Partido Obrero belga, por ejemplo, ha adoptado el pomposo plan De
Man, con todas las “nacionalizaciones”; pero, ¿qué sentido tiene ese plan, si
no quieren mover un meñique por su realización? Los programas del fascismo son
fantásticos, mentirosos, demagógicos. Pero el fascismo libra una lucha rabiosa
por el poder. El socialismo puede lanzar el programa más sabio; pero su valor
será igual a cero si la vanguardia del proletariado no despliega una dura lucha
para apoderarse del Estado. La crisis social, en su expresión política, es la
crisis del poder. El viejo amo de la sociedad está en quiebra. Hace falta un
nuevo amo. ¡Si el proletariado revolucionario no se hace dueño del poder lo
hará inevitablemente el fascismo!
Un
programa de reivindicaciones transitorias para las “clases medias” puede
alcanzar una gran importancia, naturalmente, si ese programa responde, por una
parte, a las necesidades reales de las clases medias, y por la otra, a las
exigencias del desarrollo hacia el socialismo [6].
Peno una vez más el centro de gravedad no se encuentra actualmente en un
programa especial. Las “clases medias” han visto demasiados programas; Lo que
necesitan es tener confianza en que el programa será realizado. En el momento
en que el campesino se diga: “Esta vez, parece que el partido obrero no
retrocederá”, la causa del socialismo estará ganada. Pero, para eso, hay que
mostrar en los hechos que estamos firmemente dispuestos a eliminar todos los
obstáculos de nuestro camino.
No
hace falta inventar medios de lucha; están dados por toda La historia del
movimiento obrero mundial: una campaña concentrada de la prensa obrera
golpeando sobre un mismo punto; discursos verdaderamente socialistas en las
tribunas parlamentarias, no como diputados domesticados sino como dirigentes
del pueblo; utilización de todas las campañas electorales para los objetivos
revolucionarios; mítines frecuentes, a los que las masas concurran no solamente
para escuchar a los oradores sino, para recibir las consignas y directivas de
la hora; creación y fortalecimiento de la milicia obrera; manifestaciones bien
organizadas, que barran de la calle a las bandas fascistas; huelgas de
protesta; campana abierta por la unificación y el acrecentamiento de las filas sindicales
bajo el signo de una resuelta lucha de clases; acciones tercas y bien
calculadas para conquistar al ejército para la causa del pueblo; huelgas más
amplias; manifestaciones más poderosas; huelga general de los trabajadores de
la ciudad y del campo; ofensiva general contra el gobierno bonapartista por el
poder de los obreros y campesinos. Aún hay tiempo para preparar la victoria. El
fascismo no se ha convertido todavía en un movimiento de masas. La inevitable
descomposición del radicalismo significará, sin embargo, el estrechamiento de
la base del bonapartismo, el crecimiento de los campos extremos y la
aproximación del desenlace. No se trata de años, sino de meses. Ese plazo, por
supuesto, no está escrito en ninguna parte. Depende de la lucha de las fuerzas
vivas, y, en primer lugar, de la política del proletariado y de su Frente Único.
Las fuerzas potenciales de la revolución superan en mucho a las fuerzas del
fascismo y, en general, a las de toda la reacción unida. Los escépticos que
piensan que todo está perdido deben ser implacablemente eliminados de las filas
obreras. Las capas profundas responden con un eco vibrante a cada palabra
firme, a cada consigna verdaderamente revolucionaria. Las masas quieren la
lucha.
Lo
que es hoy el único factor progresivo de la historia, no es el espíritu de
arreglos de parlamentarios y periodistas, sino el odio legítimo y creador de
los oprimidos contra los opresores. Hay que volverse hacia las masas, hacia sus
capas más profundas. Hay que hacer un llamado a su pasión y a su razón. Hay que
rechazar esta fatal “prudencia”, que es el seudónimo de la cobardía y que, en
las grandes coyunturas históricas, equivale a la traición. El frente único debe
tomar como lema la fórmula de Danton: “De l’audace, tojours de
l’audace, et encore de l’audace” [7]
Comprender
bien la situación y extraer todas las conclusiones a prácticas —firmemente, sin
temor, hasta las últimas consecuencias— es asegurar la victoria del socialismo.
[1] De
acuerdo con la Constitución vigente en Francia durante la República
(1871-1940), las reformas constitucionales debían aprobarse en una sesión
conjunta del Senado y la Cámara de Diputados, reunidos en Versalles
[2] En
el periodo a que hace referencia el texto, varios escándalos financieros
conmovieron a Francia, dando material propagandístico a los fascistas. La
palabra “staviskratas” hace referencial protagonista del más sonado y cuantioso
de estos escándalos: Stavisky, estafador ligado a las más altas esferas
gubernamentales
[3] Cartel:
Acuerdo parlamentario de radicales y socialistas
[4]En L
‘Humanité del 30 de octubre, Vaillant-Couturier muestra muy bien que
exigir del gobierno el desarme de los fascistas es absurdo, que solo un
movimiento de masas puede desarmarlos. Puesto que se trata, evidentemente, no
de un desarme “ideológico”, smo físico, queremos creer que ahora L
‘Humanité reconocerá la necesidad de la misia obrera. Estamos
dispuestos a saludar sinceramente cualquier paso de los estalinistas en el
camino correcto.
Pero,
lamentablemente, desde el 10 de noviembre, Vaillant-Couturier da un paso
decisivo hacia atrás: el desarme de los fascistas no se haría mediante el
Frente Único, sino mediante la policía de Doumergue “bajo la presión y el
control” del Frente Único. Gran idea: sin revolución, por la sola presión
“ideológica”, convertir a la policía en un órgano ejecutivo del proletariado!
[5] No
nos detendremos aquí sobre el contenido del programa propiamente dicho, y
remitimos a! lector al Programa de acción editado por la Liga
Comunista en 1934, que es el proyecto de un programa de transición semejante
[6] En L
‘Ecole Emancipée, el camarada G. Serret publica un interesante
cuestionario, a propósito de la situación económica de las diferentes capas del
campesinado y de sus tendencias políticas. Los docentes podrían convertirse en
agentes irreemplazables del Frente Unico en la aldea y jugar, en el periodo
inmediato, un rol histórico. Pero, para ello, deben salir de su caparazón.
Verdaderamente, no es el momento de dedicarse a pequeñas experiencias en
pequeños laboratorios. Los docentes revolucionarios deben ingresar al
Partido Socialista para fortalecer su ala revolucionaria y ligarlo a las masas
campesinas. ¡Sería criminal perder el tiempo!
[7] “¡Audacia,
siempre audacia y todavía más audacia!