No ando con tiempo para escribir nada interesante. Por eso, los dejo con León y parte del excelente capítulo de su Historia de la Revolución Rusa: El arte de la insurrección.
Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución. Sin embargo, la diferencia radica en que, en una guerra, el papel decisivo es el de la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de las circunstancias. La revolución se produce cuando no queda ya otro camino. La insurrección, elevándose por encima de la revolución como una cresta en la cadena montañosa de los acontecimientos, no puede ser provocada artificialmente, lo mismo que la revolución en su conjunto. Las masas atacan y retroceden antes de decidirse a dar el último asalto.
De ordinario se opone la conspiración a la insurrección, como la acción concertada de una minoría ante el movimiento elemental de la mayoría. En efecto: una insurrección victoriosa que sólo puede ser la obra de una clase destinada a colocarse a la cabeza de la nación; es profundamente distinta, tanto por la significación histórica como por sus métodos, de un golpe de Estado realizado por conspiradores que actúan a espaldas de las masas.
De hecho, en toda sociedad de clases existen suficientes contradicciones como para que entre las fisuras se pueda urdir un complot. La experiencia histórica prueba, sin embargo, que también es necesario cierto grado de enfermedad social -como en España, en Portugal y en América del Sur- para que la política de las conspiraciones pueda alimentarse constantemente. En estado puro, la conspiración, incluso en caso de victoria, sólo puede reemplazar en el poder camarillas de la misma clase dirigente o, menos aún, sustituir hombres de Estado La victoria de un régimen social sobre otro sólo se ha dado en la historia a través de insurrecciones de masas.
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Lo que acabamos de decir no significa en absoluto que la insurrección popular y la conspiración se excluyan mutuamente en todas las circunstancias. Un elemento de conspiración entra casi siempre en la insurrección en mayor o menor medida. Etapa históricamente condicionada de la revolución, la insurrección de las masas no es nunca exclusivamente elemental. Aunque estalle de improviso para la mayoría de sus participantes, es fecundada por aquellas ideas en las que los insurrectos vean una salida para los dolores de su existencia. Pero una insurrección de masas puede ser prevista y preparada. Puede ser organizada de antemano. En este caso, el complot se subordina a la insurrección, la sirve, facilita su marcha, acelera su victoria. Cuanto más elevado es el nivel político de un movimiento revolucionario y más seria su dirección, mayor es el lugar que ocupa la conspiración en la insurrección popular.
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Derribar el antiguo poder es una cosa. Otra diferente es adueñarse de él. En una revolución, la burguesía puede tomar el poder, no porque sea revolucionaria, sino porque es la burguesía: tiene en sus manos la propiedad, la instrucción, la prensa, una red de puntos de apoyo, una jerarquía de instituciones. En muy diferente situación se encuentra el proletariado: desprovisto de los privilegios sociales que existen en su exterior, el proletariado insurrecto sólo puede contar con su propio número, su cohesión, sus cuadros, su Estado Mayor.
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En la combinación de la insurrección de masas con la conspiración, en la subordinación del complot a la insurrección, en la organización de la insurrección a través de la conspiración, radica el terreno complicado y lleno de responsabilidades de la política revolucionaria que Marx y Engels denominaban "el arte de la insurrección". Ello supone una justa dirección general de las masas, una orientación flexible ante cualquier cambio de las circunstancias, un plan meditado de ofensiva, prudencia en la preparación técnica y audacia para dar el golpe.
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La insurrección es un arte y como todo arte tiene sus leyes. Las reglas de Blanqui respondían a las exigencias del realismo en la guerra revolucionaria. El error de Blanqui consistía no en su teorema directo, sino en el recíproco. Del hecho que la incapacidad táctica condenaba al fracaso a la revolución, Blanqui deducía que la observación de las reglas de la táctica insurreccional era capaz por sí misma de asegurar la victoria. Solamente a partir de esto es legítimo oponer el blanquismo al marxismo. La conspiración no sustituye a la insurrección. La minoría activa del proletariado, por bien organizada que esté, no puede conquistar el poder independientemente de la situación general del país: en esto el blanquismo es condenado por la historia. Pero únicamente en esto. El teorema directo conserva toda su fuerza. Al proletariado no le basta con la insurrección de las fuerzas elementales para la conquista del poder. Necesita la organización correspondiente, el plan, la conspiración. Es así como Lenin plantea la cuestión.
La crítica de Engels, dirigida contra el fetichismo de la barricada, se apoyaba en la evolución de la técnica en general y de la técnica militar. La técnica insurreccional del blanquismo correspondía al carácter del viejo París, a su proletariado, compuesto a medias de artesanos; a las calles estrechas y al sistema militar de Luis Felipe. En principio, el error del blanquismo consistía en la identificación de revolución con insurrección. El error técnico del blanquismo consistía en identificar la insurrección con la barricada. La crítica marxista fue dirigida contra los dos errores. Considerando, de acuerdo con el blanquismo, que la insurrección es un arte, Engels descubrió no sólo el lugar secundario de la insurrección en la revolución, sino también el papel declinante de la barricada en la insurrección. La crítica de Engels no tenía nada en común con una renuncia a los métodos revolucionarios en provecho del parlamentarismo puro, como intentaron demostrar en su tiempo los filisteos de la socialdemocracia alemana, con el concurso de la censura de los Hohenzollern. Para Engels, la cuestión de las barricadas seguía siendo uno de los elementos técnicos de la insurrección. Los reformistas, en cambio, intentaban concluir de la negación del papel decisivo de la barricada la negación de la violencia revolucionaria en general. Es más o menos como si, razonando sobre la disminución probable de la trinchera en la próxima guerra, se dedujese el hundimiento del militarismo.
La organización con la que el proletariado pudo no sólo derribar el antiguo régimen, sino también sustituirlo, es el soviet. Lo que más adelante se convirtió en el resultado de la experiencia histórica, hasta la insurrección de Octubre, no era más que un pronóstico teórico, aunque se apoyaba, es cierto, sobre la experiencia previa de 1905. Los soviets son los órganos de preparación de las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria, los órganos del poder. Sin embargo, los soviets no resuelven por sí mismos la cuestión. Según su programa y dirección, pueden servir para diversos fines. El partido es quien da a los soviets el programa. Si en una situación revolucionaria -y fuera de ella son generalmente imposibles- los soviets engloban a toda la clase, a excepción de las capas completamente atrasadas, pasivas o desmoralizadas, el partido revolucionario está a la cabeza de la clase. El problema de la conquista del poder sólo puede ser resuelto por la combinación del partido con los soviets, o con otras organizaciones de masas más o menos equivalentes a los soviets.
Cuando el soviet tiene a su cabeza un partido revolucionario, tenderá conscientemente y a tiempo a adueñarse del poder. Adaptándose a las variaciones de la situación política y al estado de espíritu de las masas, preparará los puntos de apoyo de la insurrección, ligará los destacamentos de choque a un único objetivo y elaborará de antemano el plan de ofensiva y del último asalto: esto precisamente significa introducir la conspiración organizada en la insurrección de masas.
(...) Lenin no se postraba ni un minuto ante la fuerza elemental "sagrada" de las masas. Había reflexionado antes, y con más profundidad que cualquier otro, sobre la relación entre los factores objetivos y subjetivos de la revolución, entre el movimiento de las fuerzas elementales y la política del partido, entre las masas populares y la clase avanzada, entre el proletariado y su vanguardia, entre los soviets y el partido, entre la insurrección y la conspiración. Pero el hecho de que no se pueda provocar cuando se quiere un levantamiento y que para la victoria sea necesario organizar oportunamente la insurrección, plantea a la dirección revolucionaria el problema de dar un diagnóstico exacto: es preciso sorprender a tiempo la insurrección que asciende para completarla con una conspiración.
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La palabra "momento" no ha de entenderse literalmente, como un día y una hora determinados: incluso para los alumbramientos, la naturaleza concede un margen de tiempo considerable cuyos límites no sólo interesan a la obstetricia, sino también a la casuística del derecho de sucesión. Entre el momento en que la tentativa de provocar un levantamiento, por ser aún inevitablemente prematura, conduciría a un aborto revolucionario, y el otro momento en que la situación favorable debe ser considerada ya como irremediablemente perdida, transcurre un cierto período de la revolución -puede medirse en semanas y, algunas veces, en meses- durante el cual la insurrección puede realizarse con más o menos probabilidades de triunfo. Discernir este período relativamente corto y escoger después un momento determinado, en el sentido preciso del día y de la hora, para dar el último golpe, constituye la tarea más llena de responsabilidades para la dirección revolucionaria. Se puede justamente considerarlo como el problema clave, puesto que relaciona la política revolucionaria con la técnica de la insurrección: ¿habrá que recordar que la insurrección, lo mismo que la guerra, es, la prolongación de la política, sólo que por otros medios?
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Las premisas esenciales de una revolución consisten en que el régimen social existente se encuentra incapaz de resolver los problemas fundamentales del desarrollo de la nación. La revolución no se hace, sin embargo, posible más que en el caso en que entre los diversos componentes de la sociedad aparece una nueva clase capaz de ponerse a la cabeza de la nación para resolver los problemas planteados por la historia. El proceso de preparación de la revolución consiste en que las tareas objetivas, producto de las contradicciones económicas y de clase, logran abrirse un camino en la conciencia de las masas humanas, modifican aspectos y crean nuevas relaciones entre las fuerzas políticas. Como resultado de su incapacidad manifiesta para sacar al país del callejón, las clases dirigentes pierden fe en sí mismas, los viejos partidos se descomponen, se produce una lucha encarnizada entre grupos y camarillas y se centran todas las esperanzas en un milagro o en un taumaturgo. Todo esto constituye una de las premisas políticas de la insurrección, extremadamente importante aunque pasiva.
La nueva conciencia política de la clase revolucionaria, que constituye la principal premisa táctica de la insurrección, se manifiesta por una furiosa hostilidad al orden establecido y por la intención de realizar los esfuerzos más heroicos y estar dispuesta a tener víctimas para arrastrar al país a un camino de rehabilitación.
Los dos campos principales, los grandes propietarios y el proletariado, no representan, sin embargo, la totalidad de la nación.
Entre ellos se insertan las amplias capas de la pequeña burguesía, que recorren toda la gama del prisma económico y político. El descontento de las capas intermedias, sus desilusiones ante la política de la clase dirigente, su impaciencia y su rebeldía, su disposición a apoyar la iniciativa audazmente revolucionaria del proletariado, constituyen la tercera condición política de la insurrección, en parte pasiva en la medida que neutralice a los estratos superiores de la pequeña burguesía, y en parte activa en la medida que empuje a los sectores más pobres a luchar directamente codo a codo con los obreros. La reciprocidad condicional de esas premisas es evidente: cuanto más resuelta y firmemente actúe el proletariado y, por tanto, mayores sean sus posibilidades de arrastrar a las capas intermedias, tanto más aislada quedará la clase dominante y más se acentuará su desmoralización. Y, en cambio, la disgregación de los grupos dirigentes lleva agua al molino de la clase revolucionaria.
El proletariado sólo puede adquirir esa confianza en sus propias fuerzas -indispensable para la revolución- cuando descubre ante él una clara perspectiva, cuando tiene la posibilidad de verificar activamente la relación de fuerzas que cambia a su favor y cuando se siente dirigido por una dirección perspicaz, firme y audaz. Esto nos conduce a la condición, última en su enumeración pero no en su importancia, de la conquista del poder: al partido revolucionario como vanguardia estrechamente única y templada de la clase.
(...) lo más difícil para la clase obrera consiste en crear una organización revolucionaria que esté a la altura de sus tareas históricas.
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Una situación revolucionaria no es eterna. De todas las premisas de una insurrección, la más inestable es el estado de ánimo de la pequeña burguesía. En los momentos de crisis nacionales, la pequeña burguesía sigue a la clase que, no sólo por la palabra sino por la acción, le inspira confianza. Capaz de fuertes impulsos, e incluso de delirios revolucionarios, la pequeña burguesía no tiene resistencia, pierde fácilmente el valor en caso de fracaso y sus ardientes esperanzas se transforman en desilusiones. Son precisamente los violentos y rápidos cambios de su estado de ánimo los que dan esa inestabilidad a cada situación revolucionaria. Si el partido proletario no es lo suficientemente resuelto como para transformar a tiempo la expectativa y las esperanzas de las masas populares en una acción revolucionaria, el flujo será pronto reemplazado por un reflujo: las capas intermedias apartarán su mirada de la revolución y buscarán su salvación en el campo opuesto. Así como en la marea ascendente el proletariado arrastra con él a la pequeña burguesía, en el momento del reflujo la pequeña burguesía arrastra consigo a importantes capas del proletariado. Tal es la dialéctica de las olas comunistas y fascistas en la evolución política de la Europa de posguerra.
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