Texto de León Trotsky en el que polemiza con las
ideas pacifistas de los socialdemócratas ingleses y alerta sobre la necesidad
que tendrá la clase obrera de recurrir a la violencia revolucionaria para
cambiar la sociedad, tanto en un régimen de dominación burguesa fascista como
en un régimen de dominación burguesa democrático parlamentario.
Algunas de las advertencias que Trotsky realiza a
la socialdemocracia inglesa, con respecto a la resistencia armada que opondrán las
clases poseedoras contra un gobierno obrero electo democráticamente, parecen estar
dirigidas, con casi 50 años de anticipación, a la experiencia chilena de Salvador
Allende y la Unidad Popular.
León Trotsky - La cuestión de la violencia revolucionaria
EXPOSICIÓN
POPULAR ADAPTADA A LA INTELIGENCIA DE LOS OBREROS MÁS ATRASADOS Y AUN A LA DE
CIERTOS LÍDERES ENTRE LOS MENOS DESESPERANTES
Estamos al corriente de las opiniones de Macdonald sobre la violencia
revolucionaria. Estas opiniones se nos han revelado como el desarrollo de la
teoría conservadora de la evolución gradual, tan grata a Mr. Baldwin. La
negación de la violencia reviste un carácter mucho más curioso y más
sincero en el “izquierdista” Lansbury. Este último “no tiene fe” en la
violencia. Así, simplemente.
Lansbury “no tiene fe” ni en los ejércitos capitalistas ni en las
insurrecciones. Si creyese en la violencia, dice, no votaría por la flota
británica y se uniría a los comunistas. ¡He aquí un hombre valiente! No
creyendo en la violencia, Lansbury cree en el más allá, lo cual hace muy poco
honor a su perspicacia realista. Cierto número de hechos han acaecido, no
obstante, en el planeta con ayuda de la violencia, aunque esto no le agrade a
Mr. Lansbury. Que éste crea o no crea en la flota de guerra inglesa, los
habitantes de la India saben que ésta existe. En abril de 1919, el general
inglés Dyer mandaba disparar sin previo aviso contra un mitin de hindúes
desarmados reunidos en Amritsar. Hubo 450 muertos y 1.500 heridos. Dejemos a
los muertos en paz; en todo caso, es preciso decir de los heridos que no les
fue posible “no creer” en la violencia. En su misma calidad de cristiano,
Lansbury debería admitir que si los enfeudados pillos del clero judío y el
tímido procónsul romano Pilatos, antepasado político de Macdonald, no hubieran
en otro tiempo ejercido violencia contra Cristo, no hubiese habido ni corona de
martirio, ni resurrección, ni ascensión, y Mr. Lansbury mismo no hubiera
tenido ocasión de nacer piadosamente cristiano y de llegar a ser un mal
socialista. No creer en la violencia es tanto como no creer en la gravitación.
Toda la vida está edificada sobre formas diversas de violencia, sobre la oposición
de una violencia a otra, y repudiar la violencia libertadora, es sostener
la de los opresores que actualmente gobiernan al mundo.
No obstante, comprendemos que estas observaciones incidentales no son
suficientes en el caso que nos ocupa. La cuestión de la violencia y de su
negación por parte de los señores pacifistas, socialistas cristianos y otros
hipócritas ocupa un lugar tan grande en la política inglesa, que exige un
examen especial y minucioso, adaptado al nivel de cultura política de los jefes
del Labour Party. Nos excusarnos de antemano, ante los demás lectores, de la
inferioridad de este nivel.
¿Que significa la negación de toda violencia? Si, por ejemplo, un ladrón
se introduce en el domicilio de Mr. Lansbury, tememos mucho que este
piadoso caballero (hablamos del amo de su casa) se vea precisado a usar la
violencia o llame a tal fin al agente de policía más próximo. Si, no obstante,
en su caridad cristiana Lansbury dejara al ladrón irse en paz (de lo cual no
estamos del todo convencidos), sería con la condición, naturalmente obvia, de
abandonar a toda prisa su domicilio. Y el lujo de este gesto cristiano no
podría permitírselo nuestro honorable caballero sino por gozar su domicilio de
la protección de las leyes británicas sobre la propiedad y de los numerosos
Argos que las hacen respetar, de suerte que, por manera general, las visitas
nocturnas de los ladrones constituyen más bien una excepción que una regla. Si
Lansbury intentase contestarnos que la intrusión en una casa honorable y
cristiana es una violencia y lleva consigo la necesidad de una respuesta, le
diríamos que este razonamiento es una renuncia a la negación de la
violencia en general y equivale, por el contrario, a la admisión, en principio
y en práctica, de la violencia, y que, en fin, puede ser íntegramente aplicado
a la lucha de clases, en la que las intrusiones cotidianas del ladrón-capital
en la vida y el trabajo del proletariado, así como el robo de la plusvalía,
justifican plenamente una respuesta. Podría Lansbury contestamos entonces que
él no entiende por violencia todas las medidas coercitivas de las cuales
nuestra admirable vida social no podría prescindir, y que sólo piensa en la
violación del quinto mandamiento: “No matarás.” Cabe presentar, para justificar
esta manera de plantear la cuestión, buen número de frases ampulosas sobre el carácter
sacrosanto de la vida humana. Pero también en este punto nos es forzoso
preguntar, usando el lenguaje de los apólogos del Evangelio, el más accesible
para los directores del socialismo británico, qué haría Mr. Lansbury
si viese a un malhechor levantar su matraca sobre unos niños y no tuviera para
defender a éstos otro recurso que un tiro de revólver inmediato y bien
dirigido. Si nuestro supuesto interlocutor no quiere recurrir a sofismas
de muy ínfima calidad, responderá sin duda, para tranquilizarse, que nuestro
ejemplo es de un carácter harto excepcional. Respuesta que significará una vez
más que su derecho a recurrir al asesinato en ciertos casos lo ha
transmitido Lansbury a la policía, organización especializada en la violencia y
que le desembaraza de la necesidad de utilizar el revólver y aun de la de
pensar en el fin práctico de este instrumento. Pero ¿qué hacer, preguntaremos
nosotros, si los rompehuelgas armados atacan o matan a los huelguistas? Estos
casos son frecuentes en América y no faltan en los demás países. Los obreros no
pueden delegar en la policía su derecho de contestar a los rompehuelgas, puesto
que la policía defiende en todos los países el derecho de éstos a atacar y
matar a los huelguistas, a quienes no se extiende, como es sabido, el beneficio
de la ley del respeto sagrado de la vida. Nosotros preguntamos: ¿tienen
los huelguistas el derecho de recurrir a los palos, a las piedras, a los
revólveres, a las bombas, contra los fascistas, las bandas del Ku-Klux-Klan y
demás bandidos mercenarios del capital? Pequeña pregunta para la cual
quisiéramos una respuesta clara y precisa y no hipócritamente evasiva. Si
Lansbury nos dice que el objeto del socialismo es dar a las masas populares una
educación tal que los fascistas no sean fascistas y los bandidos, esta
respuesta será pura hipocresía. Que la eliminación de la violencia, primero en
sus formas más groseras y sangrientas, luego en las demás, mejor disimuladas,
sea el fin del socialismo, es completamente indiscutible. Pero no se trata de
las costumbres y de la moral de la futura sociedad comunista, sino de los
caminos y medios concretos que es preciso emplear en la lucha contra la
violencia capitalista. Cuando los fascistas sabotean una huelga, ocupan la redacción
de un periódico, echan mano a la caja, atacan o matan a los diputados
obreros y la policía asegura la inmunidad de los malhechores, sólo el más
corrompido hipócrita puede aconsejar a los obreros que no vuelvan golpe por
golpe, so pretexto de que en la sociedad comunista no habrá lugar para la
violencia. Queda, naturalmente, por decidir en cada caso dado, considerada la
situación en su conjunto, la respuesta que se ha de dar a la violencia del
enemigo y hasta qué punto se puede llegar en la respuesta. Pero ésta es una
cuestión de táctica en conformidad con los fines perseguidos que no tiene nada
de común con la negación o la admisión en principio de la violencia.
¿Qué es la violencia? ¿Dónde comienza? ¿En qué momento las acciones
colectivas de las masas, admisibles y conformes al fin, se convierten en
violencia? Dudamos mucho de que Lansbury o cualquier otro pacifista sea capaz
de responder a esta pregunta, a no ser que se limite a una simple
referencia al Código penal, en el que se define lo que está permitido y lo que
está prohibido. La lucha de clases es una cadena ininterrumpida de violencias
abiertas o encubiertas, “reguladas” en tal o cual grado por el Estado, que
representa a su vez el aparato de la violencia organizada del más fuerte de los
adversarios, es decir, de la clase dominante. La huelga ¿es una violencia? Hubo
un tiempo en que las huelgas estaban prohibidas; cada una de ellas se hallaba
entonces casi inevitablemente ligada a conflictos físicos. Después, a
consecuencia del desarrollo tomado por las huelgas, esto es, de la violencia de
las masas ejercida contra la ley, o, más exactamente, de los golpes dados sin
cesar por las masas a la violencia legal, las huelgas fueron legalizadas. ¿De
modo que Lansbury sólo considera como procedimientos admisibles de lucha
las huelgas pacíficas, “legales”, esto es, autorizadas por la
burguesía? Pero si los obreros no hubiesen organizado las huelgas de
principios del siglo XIX, la burguesía inglesa no las hubiera legalizado en
1824. Y si se admite el ejercicio de la violencia o el empleo de la fuerza bajo
forma de huelgas, es necesario aceptar toda la responsabilidad de esta actitud,
incluso la de la defensa de las huelgas contra los amarillos mediante adecuadas
medidas de contraviolencia.
Vayamos más lejos. Si las huelgas de los obreros contra los capitalistas
o contra distintos grupos de capitalistas son admisibles, ¿tendrá Lansbury la
temeridad de declarar inadmisible la huelga general de los obreros contra un
gobierno fascista que estrangula a las organizaciones obreras, destruye la
prensa obrera e infesta las filas de los obreros de provocadores y asesinos?
Una vez más: la huelga general no puede tener lugar ni cada día ni a todas
horas, y sólo es posible en condiciones concretas bien definidas. Pero esta es
una cuestión de estrategia y de oportunidad. En lo que se refiere a la huelga
general considerada como una de las armas más decisivas, es dudoso que Lansbury
y todos sus correligionarios tomados en conjunto puedan imaginar otro medio susceptible
de ser aplicado por el proletariado para conseguir resultados decisivos. Porque
Lansbury no caerá tan bajo como para recomendar a los obreros que esperen a que
el amor al prójimo se imponga a los corazones, digamos de los fascistas
italianos, que son por lo demás, en gran número, piadosísimos católicos. Y
si hay que admitir que el proletariado tiene, no solamente el derecho, sino
también el deber de preparar la huelga general contra el régimen fascista, han
de ser descontadas todas las consecuencias ulteriores de esta actitud. La
huelga general no es una simple manifestación; significa una grave sacudida de
la sociedad y pone en todo caso sobre el tapete los destinos del régimen
político existente y el prestigio de la fuerza de la clase revolucionaria. No
se puede emprender una huelga general sino cuando la clase obrera (y en
primer lugar su vanguardia) se halla dispuesta a llevar la acción hasta el fin.
Pero tampoco el fascismo se prepara a capitular ante unas pacíficas
manifestaciones huelguistas. En caso de peligro inmediato y real, los fascistas
pondrán en acción todos sus medios, utilizarán, en mayor medida que nunca, la
provocación, el asesinato y el incendio. Se preguntará: ¿está permitido a los
directores de una huelga general formar organizaciones para la defensa de los
huelguistas contra la violencia del enemigo, para el desarme y la disolución de
las bandas fascistas? Y como a nadie le ha sucedido jamás, en cuanto
podemos recordar, el poder desarmar a los enemigos en pleno furor con
ayuda de himnos religiosos, forzoso será evidentemente armar a los destacamentos
revolucionarios con revólveres y granadas de mano hasta el momento en que
logren apoderarse de los fusiles, de las ametralladoras y de los cañones. Pero
¿es tal vez en este punto donde empieza el territorio de la violencia inadmisible?
Si es así, caemos, sin esperanza de salida, en contradicciones tan humillantes
como absurdas. Una huelga general que no se defienda contra la violencia y
el aplastamiento, es una manifestación de cobardía condenada a la derrota.
Únicamente un traidor o un loco pueden incitar a la lucha en estas
condiciones. La lucha huelguista desarmada, en virtud de una lógica
independiente de Lansbury, arrastra consigo conflictos armados. Estos se
producen a cada instante en las huelgas económicas, son absolutamente
inevitables en la huelga revolucionaria política, en la medida en que ésta
tiene por fin la subversión de un poder. Quien renuncia a la violencia debe
renunciar en general a la lucha, esto es, colocarse prácticamente entre
los defensores de la violencia triunfante de las clases dominadoras.
Pero la cuestión no está agotada todavía. La huelga general que nosotros
suponemos tiene por fin el derrumbamiento del poder fascista. Este resultado no
puede ser obtenido más que por la victoria sobre las fuerzas armadas del
fascismo. En este punto cabe concebir aún dos hipótesis: la victoria
directa sobre las fuerzas de la reacción, o el paso de éstas a la revolución.
Ninguna de ambas hipótesis puede realizarse íntegramente.
Una insurrección revolucionaria triunfa cuando logra infligir una derrota a las
fuerzas más firmes, más resueltas y más seguras de la reacción y atraerse la
simpatía de las restantes fuerzas armadas del régimen. Este resultado,
digámoslo una vez más, no puede obtenerse sino en el caso en que las tropas
gubernamentales titubeantes se convenzan de que las masas obreras no se limitan
a manifestar su descontento, hallándose absolutamente resueltas a derribar,
cueste lo que cueste, al gobierno, sin retroceder ante los medios más
despiadados. Este sentimiento es el único capaz de hacer pasar a las tropas
vacilantes del lado del pueblo. Cuanto más expectante, titubeante y evasiva
sea la política de los directores de la huelga general, menos vacilación
habrá en las tropas, más firmemente sostendrán al poder y más probabilidades
tendrá éste de salir victorioso de la lucha, para abatir a continuación la
cabeza de la clase obrera con las más sangrientas represiones. En otros
términos, cuando la clase obrera se ve obligada a recurrir para su emancipación
a la huelga general, debe darse cuenta previamente de que esto lleva consigo
inevitablemente la producción de colisiones armadas y de conflictos
análogos, locales y generales; debe darse cuenta de antemano de que la huelga
general no será reprimida sólo en el caso de haberse dado inmediatamente la
respuesta necesaria a los rompehuelgas, a los provocadores, a los fascistas,
etc.; debe prever con anticipación que el gobierno cuyo destino se juega
lanzará inevitablemente a la lucha, en tal o cual momento, sus fuerzas armadas,
y que el destino del régimen y, por consiguiente, del proletariado dependerá
del resultado del conflicto de las masas revolucionarias con esas fuerzas
armadas. Los obreros deben previamente tomar todas las medidas precisas para
atraer a los soldados del lado del pueblo mediante una agitación preliminar;
pero también deben prever de antemano que siempre quedarán al gobierno
bastantes soldados seguros o casi seguros para intentar reprimir la
insurrección, de suerte que la cuestión se resolverá en último término por un
conflicto armado, para el cual es necesario prepararse conforme a un plan
determinado con anterioridad y en el que habrá que empeñarse con una
entera resolución revolucionaria.
Sólo la más extrema resolución en la lucha revolucionaria puede arrancar
las armas de manos de la reacción, abreviar la guerra civil y disminuir el
número de sus víctimas. Si no se admite esto, no hay para qué tomar las armas;
si no se toman éstas, imposible una huelga general; si se renuncia a la huelga
general, no se puede pensar en una lucha seria. No queda entonces otro camino
que educar a los obreros en el espíritu de una completa apatía, cosa de que se
ocupan, por lo demás, la escuela oficial, los partidos gobernantes, los
cleros de todas las Iglesias y… los predicadores socialistas de la inadmisibilidad
de la violencia.
Pero es muy notable una cosa: del mismo modo como los filósofos
idealistas se nutren en la vida cotidiana de pan, de carne y, en general, de
viles materias; del mismo modo como, olvidando la inmortalidad del alma, se
esfuerzan en no caer bajo las ruedas de un automóvil, así los señores
pacifistas, adversarios impotentes de la violencia, idealistas “morales”,
echan mano, cada vez que sus intereses inmediatos lo exigen, de la violencia política,
utilizándola directamente o no. Como mister Lansbury no carece, al parecer, de
cierto carácter, sus tristes aventuras le ocurren con más frecuencia que a
otros. Durante el desarrollo de los debates parlamentarios sobre los sin
trabajo (sesión de la Cámara de los Comunes del 9 de marzo de 1925), Lansbury
recordó que la ley del seguro contra el paro fue promulgada, en su forma
actual, en 1920, “menos para asegurar la existencia de los obreros y
de sus familias, que, como lo decía recientemente lord Derby,
para prevenir una revolución. En 1920 [continuaba Lansbury] todos los
obreros que servían en el ejército fueron inscritos entre los asegurados, pues
el Gobierno no tenía en este momento la seguridad de que no dirigieran sus
fusiles en un sentido harto indeseable.” (Times del 20 de marzo de 1925.) Después
de estas palabras, el informe parlamentario de la sesión menciona las
“muestras de aprobación en los bancos de la oposición”, es decir, del Labour
Party, y exclamaciones tales como: “¡Oh, oh!” en los bancos del Ministerio.
Lansbury no cree en la violencia revolucionaria. Pero reconoce, sin embargo, a
remolque de lord Derby, que el miedo a la violencia revolucionaria engendró la
ley del seguro de los sin trabajo por el Estado. Lansbury combate los intentos
de derogación de esta ley; cree, pues, que una ley nacida del miedo a la
violencia revolucionaria proporciona ciertas ventajas a la clase obrera. Es
casi demostrar matemáticamente la utilidad de la violencia revolucionaria,
puesto que (Lansbury nos permitirá esta observación), si no hubiera violencia,
tampoco habría miedo a la violencia. Y si no hubiera la posibilidad real (y la
necesidad) de volver en ciertos casos los fusiles contra el Gobierno, éste no
tendría motivo para temer esta eventualidad. De suerte que la incredulidad de
Lansbury en la violencia es un puro equívoco. De hecho, Lansbury la utiliza
cada día, por lo menos en forma de argumento. También utiliza en la práctica
las conquistas de la violencia revolucionaria de las décadas y siglos pasados.
Únicamente se resiste a unir los dos cabos de su pensamiento. Repudia la
violencia revolucionaria para la conquista del poder, esto es, para la
liberación completa del proletariado, pero se acomoda perfectamente a la
violencia, y hasta se aprovecha de ella en las luchas que no rebasan los
cuadros de la sociedad burguesa. Mister Lansbury está a favor de la violencia
en pequeño contra la violencia en grande. Nos hace pensar en un
vegetariano que se conformara humildemente con la carne de los canarios y de
los conejos, pero rechazase con virtuosa indignación la matanza de animales de
mayor tamaño.
Hemos previsto, no obstante, que Mr. Lansbury o sus correligionarios más
diplomáticos y más hipócritas nos objetarán: “Sí; contra el régimen fascista,
contra un Gobierno despótico, la violencia puede ser después de todo, no nos
apartamos de ello, hasta cierto punto admisible. Pero es totalmente inadmisible
en un régimen democrático.” Por nuestra parte, registramos en el acto esta
objeción como una capitulación de principio, porque se trataba en primer lugar,
no de saber en qué condiciones políticas es admisible la violencia o conforme
con los fines perseguidos, sino si ésta sería admisible en general, desde
un cierto punto de vista abstracto, humanitario, cristiano y socialista.
Cuando se nos dice que la violencia revolucionaria no es inadmisible
sino en un régimen de democracia política, se traslada toda la cuestión a
otro plano. Lo que no quiere decir, sin embargo, que los adversarios demócratas
de la violencia sean más profundos y más inteligentes que los cristianos
humanitarios. No tardaremos mucho en convencernos sin gran trabajo de que no
hay nada de eso.
¿Es cierto, en efecto, que la cuestión de la admisibilidad y de la
conformidad de la violencia al fin perseguido quede resuelta según la forma más
o menos democrática de la dominación burguesa? Esta concepción es desmentida
completamente por la experiencia histórica. La lucha entre la tendencia
revolucionaria y la tendencia pacífica, legal y reformista en el seno del
movimiento obrero no empieza en el momento de la fundación de la república o de
la institución del sufragio universal. En la época del cartismo, y
hasta 1868, los obreros ingleses estuvieron privados de todo derecho al voto,
esto es, del principal instrumento del desarrollo “pacífico”. El movimiento
cartista estuvo, por tanto, dividido en partidarios de recurrir a la fuerza
física, seguidos éstos por la masa, y partidarios de la fuerza moral,
numerosos sobre todo entre los intelectuales pequeñoburgueses y los miembros de
la aristocracia obrera. En la Alemania de los Hohenzollern, provista de un
Parlamento impotente, los partidarios de las reformas parlamentarias y los
protagonistas de la huelga general revolucionaria luchaban entre sí dentro
de la socialdemocracia. En fin, en Rusia mismo, bajo la autocracia, bajo el
régimen del 3 de julio, los mencheviques querían reemplazar los métodos
revolucionarios de acción por la consigna de la lucha por la legalidad. Así, el
argumento de la república burguesa o del sufragio universal, argumento supremo
del reformismo y del legalismo, es el producto de una teoría limitada, de corta
memoria o de una hipocresía innegable. En realidad, el reformismo legalista
equivale a la humillación de los esclavos ante las instituciones y las leyes de
los esclavistas. El sufragio universal ¿forma o no parte de estas
instituciones, esté el edificio coronado por un monarca o por un presidente?
Para el oportunista, esta cuestión es sólo secundaria. Está arrodillado siempre
ante el ídolo del Estado burgués y no accede a marchar hacia su ideal sino por
las puertas para él construidas por la burguesía. Y estas puertas están
construidas de tal manera, que son infranqueables.
¿Qué es la democracia política y dónde comienza? En otros términos,
¿dónde se halla y por dónde pasa el límite que la violencia no puede franquear?
¿Se puede, por ejemplo, llamar democracia a un país monárquico con una alta
Cámara? ¿Está permitido recurrir a la violencia para abolir estas
instituciones? Sin duda, se nos contestará a este respecto que la Cámara de los
Comunes de Inglaterra es lo bastante poderosa para suprimir, si lo juzga
conveniente, el poder real y la Cámara de los Lores, de suerte que la clase
obrera tenga la posibilidad de completar pacíficamente la institución del régimen
democrático en su país. Admitámoslo un instante. Pero ¿qué es la Cámara de los
Comunes? ¿Puede ser calificada de democrática aunque sólo sea desde un
punto de vista formal? De ningún modo. Elementos importantes del pueblo están de
hecho privados del derecho al voto. Las mujeres no votan sino sólo a partir de
los treinta años, y los hombres, desde los veintiuno. La disminución de la
edad electoral constituye, desde el punto de vista de la clase obrera, en la
que se empieza a trabajar desde muy temprano, una reivindicación democrática
elemental. Por otra parte, las circunscripciones electorales están preparadas
en Inglaterra con tanta perfidia, que se necesita doble número de votos para
elegir un diputado obrero que para elegir uno conservador. Retrasando la
edad electoral, el Parlamento inglés excluye a la juventud activa de ambos
sexos y confía los destinos del país a las generaciones más viejas, más
fatigadas, que miran más bajo sus pies que hacia el futuro. Tal es el sentido
de la negación del voto a los jóvenes. La cínica geometría de las
circunscripciones electorales da a un voto conservador tanto peso como a dos
votos obreros. De este modo, el actual Parlamento inglés constituye la más
escandalosa burla de la voluntad del pueblo, aun entendiéndola en el sentido de
la democracia burguesa. ¿Tiene realmente la clase obrera el derecho de exigir
imperiosamente, aun manteniéndose en el terreno de los principios de la democracia,
a la actual Cámara de los Comunes, privilegiada y de hecho usurpadora, la
institución inmediata de un modo de sufragio verdaderamente democrático? Y
si el Parlamento respondiese a esta reivindicación con un “no ha lugar”,
cosa en nuestra opinión inevitable, toda vez que el Gobierno Baldwin acaba de
rechazar la igualdad de la edad electoral para ambos sexos, ¿tendría el
proletariado el derecho de exigir, por ejemplo, mediante la huelga
general, a un Parlamento usurpador derechos electorales democráticos?
Y si fuese menester admitir que la usurpadora Cámara de los Comunes actual u
otra más democrática decidiese derogar la monarquía y la Cámara de los Lores
(cosa que no hay lugar a esperar), con ello no quedaría dicho que las clases
reaccionarias, reducidas a minoría en el Parlamento, se someterían sin reserva.
Bien recientemente hemos visto a los reaccionarios del Ulster, hallándose en
desacuerdo con el Parlamento británico respecto a la organización del Estado
irlandés, lanzarse, bajo la dirección de lord Carson, por el camino de la
guerra civil, y a los conservadores ingleses apoyar abiertamente a los rebeldes
del Ulster[1]. Pero, se responderá, esto sería una revuelta abierta por parte
de las clases privilegiadas contra el Parlamento democrático, y claro
es que esta revuelta sería reprimida con ayuda del aparato coercitivo del
Estado. Tomamos nota de esta confesión, exigiendo al momento obtener de ella
algunas conclusiones prácticas.
Admitamos por un instante que en las próximas elecciones vaya una mayoría
obrera al Parlamento y éste, del modo más legal, resuelva empezar por confiscar
sin indemnización, en beneficio de los colonos y de los parados crónicos,
los dominios de los nobles terratenientes, por establecer un elevado impuesto
sobre el capital, por abolir la monarquía, la Cámara de los Lores y algunas otras instituciones
no menos inconvenientes. No cabe ni la menor sombra de duda de que las clases
poseedoras no se rendirán sin lucha, tanto menos cuanto que la policía, los
tribunales y el ejército están íntegramente en sus manos. La historia de Inglaterra
conoce ya el ejemplo de una guerra civil en la que un rey se apoyó en la
minoría de los Comunes y la mayoría de los Lores contra la mayoría de los
Comunes y la minoría de los Lores. Esto sucedía en 1630-1640. Sólo un cretino,
un miserable cretino, repetimos, podría imaginarse seriamente que una repetición
de esta especie de guerra civil (sobre la base de nuevas clases sociales) se ha
hecho imposible en el siglo XX en razón de los evidentes progresos obtenidos en
los tres últimos siglos por la filosofía cristiana, los sentimientos humanitarios,
las tendencias democráticas y otras excelentes diversas cosas. El citado
ejemplo del Ulster demuestra que las clases poseedoras no gastan bromas cuando
el Parlamento, aun siendo el suyo propio, se ve obligado a atentar por
poco que sea contra su situación privilegiada. Es por tanto necesario, al
prepararse a tomar el poder, prepararse también a todas las consecuencias
necesarias de la inevitable resistencia de las clases directoras. Es preciso
comprenderlo bien: si llegara al poder en Inglaterra un verdadero Gobierno
obrero, aun siendo por los medios más democráticos, la guerra civil sería
inevitable. El Gobierno obrero se vería en el caso de reprimir la resistencia
de las clases privilegiadas. No podría a este fin utilizar el antiguo
aparato del Estado, la antigua policía, los antiguos tribunales, la
antigua milicia. El Gobierno obrero formado en el Parlamento se vería forzado a
crear nuevos órganos revolucionarios, apoyándose en los sindicatos y, en
general, en las organizaciones obreras. De ello resultaría un desenvolvimiento
excepcional de la actividad y de la iniciativa de las masas obreras. En
el terreno de la lucha inmediata contra las clases explotadoras, las
Trade-Unions se unirían más activa y estrechamente entre ellas, no sólo
por el órgano de sus directores, sino también por abajo, y concebirían la
necesidad de constituir asambleas locales de delegados, es decir, de Consejos
(Soviets) de diputados obreros. Un verdadero Gobierno obrero, en otros
términos, un Gobierno absolutamente consagrado a los intereses del
proletariado, se vería precisado de este modo a demoler el antiguo mecanismo
gubernamental, instrumento de las clases poseedoras, y a oponerle el aparato de
los Consejos obreros. Es decir, que el origen democrático del Gobierno obrero
(aun si fuese posible) produciría la necesidad de oponer a una resistencia
reaccionaria la fuerza de la clase revolucionaria.
Más arriba hemos demostrado que el Parlamento ingles de nuestros días
representa una deformación monstruosa de los principios de la democracia
burguesa, y no es nada probable que se pueda obtener de Inglaterra, sin la
aplicación de la violencia revolucionaria, aunque no fuese nada más que una
honrada distribución de las circunscripciones electorales, la abolición de la
monarquía y de la Cámara de los Lores. Admitamos, sin embargo, que tales
reivindicaciones hayan sido, de esta u otra manera, satisfechas. ¿Quiere esto
decir que tendríamos en Inglaterra un Parlamento verdaderamente democrático? De
ningún modo. El Parlamento londinense es un Parlamento de esclavistas.
Representando del modo más idealmente democrático a un pueblo de cuarenta
millones de almas, dicta leyes para los trescientos millones de habitantes de
la India y dispone de los fondos que la dominadora Inglaterra extrae de sus
colonias. La población de la India no participa en la confección de las leyes
que determinan sus destinos. La democracia inglesa se parece a la de Atenas en
el sentido de que la igualdad de los derechos democráticos (inexistente en
realidad) es el privilegio de los ciudadanos que han nacido libres y descansa
sobre la privación de derechos a las naciones inferiores. Por cada habitante de
las Islas Británicas hay cerca de nueve esclavos coloniales. Aun si se
considera la violencia revolucionaria como inadmisible en el seno de la
democracia, tal principio no se extiende en ningún caso a los pueblos de la
India, que se sublevan, no contra la democracia sino contra un despotismo opresor.
En tal caso, un inglés, si es verdaderamente demócrata, no puede reconocer la validez
de las leyes británicas que conciernen a la India, Egipto, etc. Y como toda la
vida social de Inglaterra, en tanto que potencia colonial, descansa sobre esas
leyes, es evidente que la actividad entera del Parlamento de Westminster[2], punto
de concentración de un poder de presa, es antidemocrática en sus fundamentos
mismos. Desde un punto de vista democrático consecuente, sería necesario decir:
mientras los indos, los egipcios, etc., no disfruten de la entera libertad de
disponer de sí mismos, es decir, de separarse del Imperio, o en tanto que
los indos, los egipcios, etc., no hayan enviado a un Parlamento del Imperio
diputados elegidos en las mismas condiciones que los diputados ingleses e
iguales a estos en derechos, los indos, los egipcios y asimismo los
demócratas ingleses tendrán el derecho de levantarse contra un Gobierno de
piratas creado por un Parlamento que sólo representa a una ínfima minoría de la
población del Imperio británico. He aquí cómo se plantea la cuestión en Inglaterra
si se examina la apelación a la violencia desde un punto de vista democrático,
pero a fondo.
La negativa de los socialistas reformistas ingleses a reconocer a las
masas oprimidas el derecho a la violencia es una odiosa renuncia a la
democracia, una despreciable defensa de la dictadura imperialista de una ínfima
minoría, ejercida sobre cientos de millones de oprimidos.
Antes de enseñar a los comunistas la santidad de la democracia y de
acusar al poder de los Soviets, Mr. Macdonald haría bien en aprender él
mismo.
Hemos estudiado primeramente la cuestión de la violencia desde el punto
de vista humanitario, cristiano, clerical, y hemos quedado convencidos de que
los socialpacifistas, buscando una solución a contradicciones sin salida, se
ven constreñidos a abandonar sus posiciones y a admitir que, franqueado el
umbral de la democracia, la violencia revolucionaria está permitida. Más lejos
hemos demostrado que tan difícil es a los reguladores de la violencia invocar
la concepción democrática como la concepción cristiana. En otros términos,
hemos revelado la absoluta inconsistencia, la mentira, la hipocresía del
socialpacifismo, colocándonos en su mismo terreno.
Esto no quiere decir que estemos dispuestos a reconocer la exactitud de
sus primeros principios. Cuando se trata de resolver el problema de la
violencia revolucionaria, el principio de la democracia parlamentaria no
es para nosotros la más alta instancia. La humanidad no ha sido hecha para
la democracia, sino que la democracia es uno de los medios auxiliares del
desenvolvimiento de la humanidad. Cuando la democracia se convierte en un
obstáculo, debe ser destruida. El tránsito del capitalismo al socialismo no
viene obligado por unos principios democráticos formales que dominan a la sociedad,
sino por las condiciones materiales del desenvolvimiento de la sociedad misma,
por el desarrollo de las fuerzas productoras, por las contradicciones
insolubles, internas e internacionales, del capitalismo, por la agravación de
la lucha entre el proletariado y la burguesía. El análisis científico de todo
el proceso histórico y la experiencia política de nuestra generación,
comprendida la guerra imperialista, atestiguan asimismo que, sin el tránsito al
socialismo, toda nuestra cultura está amenazada de descomposición y podredumbre.
El proletariado, conducido por su vanguardia revolucionaria, arrastrando
tras él a todas las masas laboriosas y oprimidas, así de la metrópoli como de
las colonias, es el único que puede llevar a cabo el tránsito al socialismo. El
criterio más alto de toda nuestra actividad en todas nuestras decisiones políticas
es el interés de la acción revolucionaria del proletariado para la conquista
del poder y la transformación de la sociedad. La pretensión de juzgar el
movimiento proletario desde el punto de vista del principio abstracto y de los
artículos jurídicos de la democracia, no es a nuestros ojos sino pedantería
reaccionaria. Sólo cabe, según, creemos, juzgar la democracia desde el punto de
vista de los intereses históricos del proletariado. No se trata de la cáscara
de la nuez, sino de la nuez misma. Las opiniones de los señores fabianos sobre
la inadmisibilidad de un “estrecho punto de vista de clase” son puras necedades.
Siendo de la incumbencia del proletariado las tareas fundamentales del desenvolvimiento social,
los fabianos quisieran subordinarlas a las directivas escolares de los dómines.
Entienden por solidaridad humana un burguesismo ecléctico, correspondiente
a la estrecha mentalidad de clase del pequeñoburgués. La burguesía
levanta, entre su propiedad y el proletariado revolucionario, el biombo de la
democracia. Los dómines socialistas dicen a los obreros: hay que tomar
posesión de los medios de producción, pero primero es necesario conseguir que
la legislación adapte sus biombos a nuestros fines y medios. Pero ¿no se pueden
derrumbar esos biombos? De ningún modo. ¿Por qué? Porque, aun cuando así
salváramos a la sociedad, lesionaríamos el complicado sistema de mentira y de
violencia gubernamentales que la burguesía nos ha acostumbrado a considerar
como sacrosanta democracia.
Arrojados de sus dos primeras posiciones, los adversarios de la
violencia pueden hacerse fuertes en una tercera línea de trincheras. Accediendo
a dejar de lado la mística cristiana y la metafísica democrática, pueden
intentar defender las leyes pacifistas, parlamentarias, de la democracia reformista
con ayuda de argumentos tomados de la política puramente racional. Algunos de
entre ellos pueden hablar más o menos este lenguaje: “Cierto es: las enseñanzas
de Cristo no nos indican el medio de salir de las contradicciones del
capitalismo británico; asimismo, la democracia no es una institución sagrada y
sólo representa un producto temporal instrumental del desenvolvimiento
histórico; pero ¿por qué no ha de aprovecharse la clase obrera del
Parlamento democrático, de sus métodos, de sus procedimientos, de su aparato
legislativo, para enseñorearse del poder y transformar la sociedad? Esto sería
perfectamente natural y, desde todos los puntos de vista, el modo más económico
de llevar a cabo la revolución socialista.”
Somos comunistas. De ninguna manera, sin embargo, estamos inclinados a
aconsejar al proletariado inglés que vuelva la espalda al Parlamento. Por el
contrario, cuando ciertos comunistas ingleses manifestaron esta tendencia,
la combatimos en nuestros congresos internacionales. No se trata de saber si
hay o no que sacar partido de la acción parlamentaria, sino de darse
cuenta del lugar que le corresponde al Parlamento en el desarrollo social; de
darse cuenta de si las fuerzas de las clases están en el Parlamento o fuera del
Parlamento; de qué forma y en cuál campo de batalla chocarán esas fuerzas; de
darse cuenta de si puede hacerse del Parlamento, creado por el capitalismo para
su propio desenvolvimiento y para su propia defensa, una palanca destinada a
derrumbar al capitalismo. Para responder a esta cuestión es preciso intentar
representarse de modo algo concreto el ulterior desenvolvimiento político de
Inglaterra. Claro está que todas estas anticipaciones sólo pueden tener un
carácter de orientación condicional. Pero sin ellas nos veríamos obligados a
tanteos en la oscuridad.
El Gobierno actual tiene en el Parlamento una mayoría estable. No es
imposible, pues, que siga en el poder durante tres o cuatro años, aun cuando su
vida puede ser más corta. Durante este período, el Gobierno conservador, que ha
empezado por los discursos “conciliadores” de Baldwin, revelará que, en
definitiva, está llamado a conservar todas las contradicciones y todas las
llagas de la Inglaterra posterior a la guerra. A propósito de la más
amenazadora de estas llagas, el paro crónico, el mismo partido conservador no
se hace ilusiones. No cabe lugar a contar con un serio aumento de las
exportaciones. La concurrencia de los Estados Unidos y del Japón crece por momentos;
la industria alemana se reanima, Francia exporta con ayuda de un cambio depreciado.
Baldwin declara que los hombres políticos no pueden aliviar a la industria:
ésta debe hallar el remedio en sí misma. Los nuevos esfuerzos, tendentes al
restablecimiento de la moneda-oro, imponen a la población, y por consiguiente a
la industria, nuevos sacrificios, lo cual presupone el crecimiento de la
inquietud y del descontento. La “radicalización” de la clase obrera inglesa
proseguirá a paso rápido. Este conjunto de hechos preparará el advenimiento al
poder del Labour Party. Pero tenemos todas las razones para creer, o mejor,
para esperar, que este proceso producirá no pocos disgustos, no ya a Baldwin,
sino también a Macdonald. En primer lugar, hay que contar con un crecimiento
numérico de los conflictos industriales y, paralelamente, con una presión más
fuerte de las masas obreras sobre su representación parlamentaria. Ninguna de
ambas cosas será muy del agrado de los líderes que aplauden los discursos
conciliadores de Baldwin y expresan su sentimiento por la muerte de
Curzon. La vida interior de la fracción parlamentaria del Labour Party se
hará, como su situación en el Parlamento, cada vez más difícil. Por otra parte,
no cabe dudar de que el tigre capitalista dejará bien pronto de ronronear su
cantata de la gradación y enseñará suavemente sus garras. En estas condiciones,
¿conseguirá Macdonald conservar hasta las próximas elecciones su situación de
líder?
En otros términos, ¿cabe esperar desde ya una evolución a izquierda de
la dirección del partido, hallándose éste en la oposición? Esta cuestión
no tiene evidentemente una importancia decisiva y sólo por conjeturas se puede
responder a ella, Se puede y se debe esperar en todo caso una tensión cada vez
mayor entre la derecha y la pretendida “izquierda” del Labour Party, y, lo
que es mucho más importante, un refuerzo de las tendencias revolucionarias en
las masas. Las clases poseyentes seguirán con una inquietud creciente
lo que suceda en el seno de la clase obrera y se prepararán mucho tiempo
antes para las elecciones. La campaña electoral, en estas condiciones, habrá de
revestir un carácter de extrema tensión. Las últimas elecciones, en las que
figuró un documento falso puesto en circulación, a una señal del centro,
en toda la prensa burguesa y en todas las reuniones públicas, sólo nos
adelantaron un débil sabor.
El resultado de las elecciones, no suponiendo que éstas se transformen
en guerra civil (lo cual, de modo general. no parece imposible), puede ser de
triple suerte: o los conservadores volverán al poder, mas con una mayoría
considerablemente disminuida, o ninguno de los partidos dispondrá de mayoría
absoluta y volverá a reproducirse la situación parlamentaria del año último,
pero en circunstancias menos propicias a los compromisos, o, en fin, la mayoría
absoluta pasará al Labour Party.
En caso de una nueva victoria de los conservadores, la indignación y la
impaciencia de los obreros se agravarán inevitablemente. La cuestión de la
mecánica electoral, con la astuta geometría de las circunscripciones
electorales, se planteará inevitablemente en toda su agudeza. La reivindicación
de un nuevo Parlamento más democrático repercutirá más arriba. La lucha
interior del Labour Party será quizá contenida durante cierto tiempo, por
beneficiarse los elementos revolucionarios de una situación más favorable.
¿Cederán los conservadores en un punto en el que acaso se jueguen sus destinos?
Es poco probable. Por el contrario: si la cuestión del poder se plantea ásperamente,
los conservadores tratarán de dividir a los obreros apoyándose en los
Thomas por arriba y en los tradeunionistas que se niegan a pagar las
cotizaciones políticas por abajo. No queda excluido que el Gobierno conservador
intente provocar colisiones para mejor reprimirlas, para intimidar a los
filisteos liberales que están a la cabeza del Labour Party y hacer recular el
movimiento. ¿Puede este propósito conseguir su objeto? La posibilidad de su
resultado no queda tampoco excluida. En la medida en que los directores
del Labour Party dirigen su partido con los ojos cerrados, sus perspectivas,
sin la inteligencia de las realidades sociales, proporcionan a los
conservadores la ocasión de herir al movimiento en su etapa ulterior, más alta.
Esta variante implicaría una derrota temporal, más o menos seria, de la clase
obrera, pero, naturalmente, no tendría nada de común con la apacible
evolución parlamentaria con que sueñan los conciliadores. Por el contrario,
esta especie de derrota prepararía para la etapa siguiente una reanudación de
la lucha de clases bajo formas más resueltamente revolucionarias y, por consiguiente,
bajo una nueva dirección.
Si después de las próximas elecciones ningún partido tuviera la mayoría,
el Parlamento caería en la postración. La repetición de una coalición
obrero liberal no parece que pueda producirse después de la experiencia
adquirida y en unas circunstancias dominadas por la tensión multiplicada
de las relaciones entre las clases y entre los partidos. Es más probable que se
formara un Gobierno conservador-liberal. Pero este resultado, en realidad,
coincidiría con la variante que acabamos de examinar de una mayoría conservadora.
Por el contrario, en el caso en que no se llevara a cabo el acuerdo, la única solución
parlamentaria sería la revisión del sistema electoral. La cuestión de las circunscripciones,
de los dobles turnos de elección, etc., pondría frente a frente a los dos
principales partidos en lucha por el poder. Dividido el Parlamento en partidos
de los cuales ninguno será bastante fuerte para tomar el poder, ¿podrá proceder
a la reforma electoral? Es más que dudoso. Sería necesaria en todo caso una
poderosa presión exterior. La debilidad de un Parlamento sin mayoría segura
secundaría esta presión exterior. Pero nuevamente se abriría la perspectiva revolucionaria.
Esta variante intermedia no nos importa por ella misma, porque es
evidente que una situación parlamentaria inestable tiene que resolverse en un
sentido o en otro; es decir, llevar bien a un Gobierno conservador, bien a
un Gobierno obrero. Hemos examinado la primera hipótesis. En cuanto a la
segunda, ésta ofrece precisamente para nosotros, desde el punto de vista de
nuestro tema, el mayor interés. La cuestión se plantea, pues, en estos
términos: ¿cabe admitir que el Labour Party, asegurándose en las elecciones una
mayoría absoluta y habiendo constituido un Gobierno, procederá pacíficamente a
la nacionalización de las principales ramas de la industria, emprenderá
la edificación socialista en los límites y por los métodos del
sistema parlamentario actual?
Admitamos, para no complicar demasiado pronto la cuestión, que el grupo
liberal-conciliador de Macdonald conserve durante las próximas elecciones la
dirección oficial del partido, de suerte que la victoria del Labour Party
conduzca a la constitución de un Ministerio Macdonald. Ya no será, sin embargo,
la simple repetición de la primera experiencia; en primer lugar, porque el
Gobierno obrero tendrá, en nuestra suposición, una mayoría propia, y en segundo
lugar, porque las relaciones entre los partidos están llamadas a hacerse
inevitablemente más tirantes, sobre todo en caso de victoria del Labour Party.
Ahora que los conservadores cuentan con una firme mayoría se sienten inclinados
a tratar a Macdonald, Thomas y compañía con una cierta indulgencia protectora.
Pero como los conservadores son de una madera más resistente que nuestros
tristes socialistas, enseñarán picos y garras en cuanto se vean en minoría. No
se puede dudar de una cosa: que si no han conseguido impedir por métodos
parlamentarios o extraparlamentarios la formación de un Gobierno laborista,
harán, encontrándose en minoría (en esta hipótesis, la más favorable,
parece ser, al desenvolvimiento pacífico), cuanto de ellos dependa para sabotear,
con ayuda de los funcionarios, de los tribunales, del ejército, de la Cámara de
los Lores y de la Corte, todas las iniciativas del Gobierno laborista.
Tanto ante los conservadores como ante los últimos liberales se planteará la
tarea de comprometer a todo precio al primer Gobierno autónomo de la clase
obrera. Se trata de vida y muerte. Henos aquí bien lejos de la antigua lucha
entre los liberales y los conservadores, en la cual los desacuerdos no salían
de la familia de las clases poseedoras. Las reformas, por poco serias que
fuesen, emprendidas por el Gobierno laborista en el terreno fiscal, en el de la
nacionalización y la democratización verdadera de la administración,
suscitarían en las masas laboriosas una poderosa ola de entusiasmo, y (como el
apetito viene comiendo) las reformas moderadas realizadas con éxito
incitarían inevitablemente a otras más radicales. En otros términos, cada día
alejaría para los conservadores la posibilidad de una vuelta al poder. Los
conservadores no podrían dejar de darse cuenta clara de que no se trataba de
una ordinaria sucesión en el Gobierno, sino del comienzo parlamentario de la
revolución socialista. Los recursos de la obstrucción gubernamental y del
sabotaje legislativo y administrativo son muy numerosos entre las manos de las
clases poseyentes, porque, cualquiera que sea la mayoría parlamentaria, el
aparato entero del Estado está de arriba abajo indisolublemente ligado a
la burguesía. Esta tiene también en su poder toda la prensa, los órganos más
importantes de la administración local, de las universidades, de las escuelas,
de la Iglesia, de los innumerables clubes, y, en general, de las sociedades
libres. Los bancos y todo el sistema de crédito social están entre sus manos,
así como la organización de transportes y el comercio, de suerte que el
aprovisionamiento cotidiano de Londres, comprendido el Gobierno laborista,
depende de las grandes organizaciones capitalistas. Es completamente evidente
que todos estos inmensos recursos serían puestos en acción con una formidable
energía para entorpecer la actividad del Gobierno laborista, paralizar sus
esfuerzos, intimidarle, escindir su mayoría parlamentaria y provocar, en fin,
un pánico financiero y dificultades de aprovisionamiento, declarar lock-out,
aterrorizar a los núcleos directores de las organizaciones obreras y reducir al
proletariado a la impotencia. Sólo el último de los imbéciles puede no
comprender que la burguesía removerá, en caso de advenimiento al poder de un
verdadero Gobierno obrero, el cielo, la tierra y los infiernos.
El pretendido fascismo inglés de nuestros días no es por el instante más
que una curiosidad, pero, de todos modos, una curiosidad sintomática. Los
conservadores tienen aún bastante bien las bridas para que hayan necesidad del
concurso de los fascistas. Pero la tensión de las relaciones entre los partidos,
la creciente tenacidad y el espíritu cada día más agresivo de las masas
obreras; en fin, la perspectiva de una victoria del Labour Party precipitarán
inevitablemente el desarrollo de las tendencias fascistas a la derecha de los
conservadores. En un país empobrecido en el curso de los últimos años, en que
la situación de la burguesía media y pequeña se ha agravado muy sensiblemente,
donde el paro es crónico, no faltarán elementos para formar los batallones
fascistas. No cabe, pues, duda de que en el momento de la victoria electoral
del Labour Party los conservadores tendrán a su espalda, no sólo el aparato
oficial del Estado, sino también las bandas extraoficiales del fascismo. Estas
darán comienzo a su obra de provocación y de muerte aun antes de que el
Parlamento haya abordado la lectura del primer bill sobre la
nacionalización de las minas. ¿Qué le quedará por hacer al
Gobierno laborista? Tendrá que capitular vergonzosamente o reprimir las resistencias.
Pero esta última solución no será tan fácil. La experiencia de Irlanda
atestigua que para reprimir una resistencia de esa naturaleza es necesaria una
seria fuerza material y un Estado sólido. El Gobierno obrero no dispondrá ni de
aquella ni de éste. La policía, los tribunales, el ejército, la milicia
estarán de parte de los desorganizadores, de los obstructores, de los
fascistas. Será necesario hacer sombríos cortes entre los funcionarios,
reemplazando a los reaccionarios con miembros del Labour Party. No habrá otra
salida. Pero es de todo punto evidente que unas medidas tan rudas, aun
cuando perfectamente legales, tendrán por resultado la intensificación hasta el
más alto grado de las resistencias legales e ilegales de la reacción burguesa
unificada. En otros términos: éste sería precisamente el camino de la guerra
civil.
¿Quizá una vez el Labour Party en el poder procederá con tanta
circunspección, tacto y habilidad, que la burguesía no experimentará
(¿cómo expresarse?) la necesidad de una resistencia activa? Esta suposición es,
bien entendido, perfectamente risible. Hay que reconocer, no obstante, que tal
es la principal esperanza de Macdonald y Cía. Cuando el triste líder actual de
los “socialistas independientes” dice que el Labour Party llevará a cabo tal o
cual reforma cuya posibilidad está “científicamente” demostrada (ya conocemos
la “ciencia” de Macdonald), quiere decir que, antes de emprender cada una de
esas reformas, el Gobierno laborista solicitará con la mirada el permiso de la
burguesía. Cierto; si todo dependiera de la buena voluntad de Macdonald y de
sus reformas “científicamente” justificadas, jamás se llegaría a la guerra
civil, no teniendo la burguesía el menor motivo para llegar a este extremo. Si
el segundo Gobierno Macdonald hubiera de ser semejante al primero, no sería
necesario suscitar la cuestión de las posibilidades de realización del
socialismo por los métodos parlamentarios, puesto que el presupuesto de la City
de Londres nada tiene de común con el presupuesto del socialismo. Pero
la política del Gobierno laborista, aun cuando tuviera que conservar su antigua
composición, tendrá que sufrir alguna modificación. Sería ridículo creer que el
poderoso empuje obrero que llevará a Macdonald al poder se retirará
inmediatamente después con todo respeto. No; las reivindicaciones de la
clase obrera revestirán una amplitud extraordinaria. No podrán ser eludidas
invocando la dependencia del Gobierno frente a los votos liberales. La
resistencia de los conservadores, de la Cámara de los Lores, de la
burocracia y de la monarquía duplicará la energía, la impaciencia y la
indignación de los obreros. La calumnia y las campañas de la prensa capitalista
los excitarán. Si en estas circunstancias su propio Gobierno hubiera de dar
pruebas de la más auténtica energía, aun así parecería demasiado indeciso a las
masas obreras. Pero tanto derecho tenemos a esperar energía revolucionaria
de parte de Macdonald, de Clynes[3], de Snowden, como de una patata podrida. El
Gobierno Macdonald se debatirá entre la ofensiva revolucionaria de las masas y
la encarnizada resistencia de la burguesía, irritando a unos sin
satisfacer a los otros, provocando por su blandura a la burguesía, avivando la
impaciencia revolucionaria de los obreros, encendiendo la guerra civil y
esforzándose él mismo en privar al proletariado de una dirección necesaria.
Pero el ala revolucionaria del movimiento crecerá; inevitablemente, los
elementos más clarividentes, más enérgicos y revolucionarios de la clase obrera
irán subiendo. Pronto o tarde, el Gobierno de Macdonald será obligado a ceder
el sitio, según la proporción de las fuerzas fuera del Parlamento, sea a
un Gobierno conservador de tendencia fascista y nada conciliadora, sea a
un Gobierno revolucionario verdaderamente capaz de llevar a buen fin su obra.
En ambos casos será inevitable una nueva explosión de guerra civil, un nuevo
choque de las clases en toda la línea. En caso de victoria de los
conservadores, las organizaciones obreras serán destruidas implacablemente. En
caso de victoria del proletariado, la resistencia de los explotadores será
aniquilada por la dictadura revolucionaria. ¿Estas cosas les desagradan,
Mylords? Nada podemos hacer. Los resortes fundamentales del movimiento dependen
tan poco de nosotros como de vosotros. No decretamos nada. No hacemos más que
analizar.
No faltarán, sin duda, entre los elementos de izquierda, mitad
partidarios, mitad adversarios de Macdonald, que como él se colocan en la plataforma
democrática, gentes que dirán: “Claro es que si la clase burguesa intenta
resistir al Gobierno obrero, democráticamente elegido, este último no
retrocederá ante las más severas medidas coercitivas; pero esto no será el
ejercicio de una dictadura de clase: será el ejercicio del poder del Estado
democrático que… que…, etc.” Es casi inútil discutir en este terreno.
Imaginarse, en realidad, que el destino de la sociedad puede ser determinado
mandando al Parlamento 307 diputados obreros, es decir, una minoría, o 308, es
decir, una mayoría, y no por la proporción real de las fuerzas en el momento
del más áspero conflicto de las clases sobre las cuestiones fundamentales de su
existencia, sería caer en el imperio absoluto del fetichismo de la aritmética
parlamentaria. Pero ¿qué se hace, preguntaremos nosotros, si los conservadores,
viendo subir la ola revolucionaria y crecer el peligro de un Gobierno obrero,
no se limitan sólo a negar la democratización del sistema electoral, sino que,
por el contrario, introducen en él nuevas restricciones?
“¡Inverosímil!”, exclamará el inocente que no comprende que todo es verosímil
cuando se trata de vida o muerte para las clases. Ya ahora se está cumpliendo
un vasto trabajo preparación en los más altos círculos de la sociedad
inglesa, con vistas a la reorganización y refuerzo de la Cámara de los Lores.
Macdonald ha declarado recientemente a este propósito que él comprende muy bien
que ciertos lores conservadores se preocupen de esto, pero que no puede
comprender por qué los liberales manifiestan las mismas aspiraciones. Este
sabio prudente no puede comprender por qué fortifican los liberales la segunda
línea de trincheras contra la ofensiva de la clase obrera. Y no lo comprende
porque él mismo es un liberal, pero provinciano, estrecho, mezquino. No
comprende que la burguesía tiene intenciones serias, que se prepara a una lucha
mortal, que la Corona y la Cámara de los Lores tendrán una gran plaza en esta
lucha. Mermados los derechos de la Cámara de los Comunes, es decir, perpetrado
este golpe de Estado legal, los conservadores se encontrarán, a pesar de
todos los obstáculos del empeño, en una situación más ventajosa que si hubieran
tenido que organizar la resistencia contra un Gobierno obrero ya asegurado.
“Pero en este caso, exclamará algún parlanchín de la “izquierda”, llamaríamos,
naturalmente, a las masas a la resistencia.” ¿Es decir, a recurrir a la violencia
revolucionaria? Resulta de aquí que no sólo está permitida la violencia
revolucionaria, sino que hasta es inevitable si los conservadores llevan a
cabo, por las más legales vías parlamentarias, un golpe de Estado preventivo.
¿No es, pues, más sencillo decir desde el principio que la violencia
revolucionaria conviene a los fines perseguidos cuando fortifica las posiciones
del proletariado, debilita o rechaza al enemigo, apresura el desenvolvimiento
socialista de la sociedad?
Pero las heroicas promesas de una resistencia fulminante si los
conservadores se atrevieran, etc., no valen una cáscara de huevo. No se
puede estar meciendo día por día a las masas con las divagaciones de la transición
pacífica, indolora, legal, parlamentaria, democrática al socialismo, para
llamarlas después, en la primera escaramuza seria, a la resistencia armada. Es
la manera mejor de facilitar a la reacción la derrota del proletariado. Para
que puedan mostrarse las masas capaces de una resistencia revolucionaria,
deben ser materialmente preparadas para ello, así como en el terreno de las
ideas y de la organización. Han de comprender la ineluctabilidad de la
agravación de la lucha de clases y de su transformación en guerra civil en una
fase determinada. Hay que combatir diariamente las ilusiones conciliadoras, es
decir, declarar a las lamentables concepciones de Macdonald una guerra a
muerte. La cuestión se plantea así, nada más que así.
Cabe tal vez decir, haciendo abstracción de diversas condiciones concretas, que
Macdonald tuvo en el pasado una ocasión de facilitar grandemente el paso al
socialismo, reduciendo a un mínimo los choques de la guerra civil. Esto fue
cuando el primer advenimiento al poder del Labour Party. Si Macdonald hubiera
inmediatamente puesto al Parlamento en presencia de un programa enérgico
(liquidación de la monarquía y de la Cámara de los Lores, elevado impuesto
sobre el capital, nacionalización de los medios de producción más importantes,
etc.) y luego hubiese, disolviendo los Comunes, llamado con una resolución
revolucionaria al país para que éste se manifestase, hubiera podido
esperar sorprender en cierta medida a las clases dominantes, no darles
tiempo de reunir sus fuerzas, aplastarlas bajo la presión de las masas obreras,
apoderarse del mecanismo del Estado y renovarlo antes de que hubiera podido
constituirse el fascismo británico, haciendo pasar de este modo a la
revolución, legalizada y conducida por una mano firme, por las puertas del
Parlamento. Pero es de todo punto evidente que esta posibilidad era meramente
teórica. Hubiera sido menester otro Labour Party, con otros jefes, y esto
supondría otra situación. Y si evocamos esta hipótesis teórica relativa al
pasado, únicamente lo hacemos para hacer resaltar mejor su imposibilidad
para lo futuro. Esa primera experiencia de un Gobierno laborista, a pesar
de toda la apocada incapacidad que lo presidió, ha sido para las clases
directoras una seria advertencia histórica. Ya no se podrá cogerlas
desprevenidas. Desde entonces observan con una vigilancia reduplicada la vida
de la clase obrera y todos los procesos que en su seno se cumplen. “En
ningún caso dispararemos los primeros”, declaraba, de manera en apariencia muy
inopinada, el humanísimo, el piadosísimo, el cristianísimo Mr. Baldwin en
un discurso parlamentario. Y hubo en los bancos del grupo laborista imbéciles
para aplaudir estas palabras. Baldwin jamás ha dudado ni un segundo de que será
necesario disparar. Trata sólo de arrojar de antemano la responsabilidad de la
futura guerra civil, por lo menos a los ojos de las clases intermedias, sobre
el enemigo, sobre los obreros. De igual modo trabajan los diplomáticos de cada
país, previendo la próxima guerra, en la tarea de imputar anticipadamente
la culpabilidad al enemigo. También el partido proletario tiene interés
en hacer recaer la responsabilidad de la guerra civil sobre los medios
capitalistas directores, y sus razones políticas y morales para ello son y
serán de un peso mucho mayor. Puede admitirse que el atentado de los
conservadores contra los derechos de la Cámara de los Comunes sería uno de los
motivos de agitación más nobles, pero, en definitiva, esto no es más que una
circunstancia de cuarto o quinto orden. Aquí tratamos, no de los pretextos de
la conflagración revolucionaria, sino del problema del adueñamiento del Estado
a fin de pasar al socialismo. El Parlamento no asegura en ningún grado la
transición pacífica: la violencia de la clase obrera es necesaria e inevitable.
Es preciso prepararse a ello y preparar a los demás. Hay que dar a las
masas una educación revolucionaria; hay que templarlas. La primera
condición para esta obra es una lucha irreconciliable contra el espíritu
corruptor de los Macdonald.
Una comisión de la Cámara de los Lores decidía solemnemente el 25 de marzo de
1925 que el título de duque de Sommerset debía pasar a un cierto
Mr. Seymour, quien a la vez recibía el derecho de legisferar en la Cámara
alta. Esta decisión en favor de Seymour había dependido de una circunstancia
previa: al casarse en 1787 un cierto coronel Seymour para dar a la Gran
Bretaña, al cabo de varias generaciones de distancia, un nuevo lord, ¿vivía el
primer marido de su mujer o había fallecido en Calcuta? Cuestión, como se ve,
de una importancia excepcional para los destinos de la democracia inglesa. En
el mismo número del Daily Herald en que se relata la edificante historia del
primer marido de la mujer del cuadrisabuelo del legislador Seymour, la
redacción se defiende de querer introducir en Inglaterra las instituciones
soviéticas. ¡No, no! ¡Nosotros sólo somos partidarios de las relaciones
comerciales con los Soviets; de ninguna manera queremos un régimen soviético en
Inglaterra!
¿Y qué habría de lamentable, nos permitimos preguntar, en la aplicación
de los métodos soviéticos a la técnica inglesa, a la industria inglesa, a los
hábitos culturales de la clase obrera inglesa? Quiera el Daily Herald
considerar qué consecuencias se seguirían del establecimiento del régimen soviético
en la Gran Bretaña. Serían abolidas: primero, la monarquía, lo que tendría
por efecto excusar a Mrs. Snowden de la necesidad de lamentar el surmenage de
los miembros de la familia real; segundo, la Cámara de los Lores, en la que
legisferan los señores Seymour en virtud de mandatos que les procura el
fallecimiento en tiempo oportuno de su bisabuela; tercero, el Parlamento
actual, cuya ficción e impotencia recuerda casi todos los días el Daily Herald.
El parasitismo de los nobles latifundistas desaparecería para siempre. Las
principales ramas de la industria pasarían a manos de la clase obrera, que
forma en Inglaterra la aplastante mayoría de la nación. El poderoso aparato de
los periódicos conservadores y liberales, así como las casas editoriales,
podrían ser empleados para ilustrar a la clase obrera. “¡Dadme la dictadura
sobre Fleet Street (la calle donde están instalados en Londres la mayor parte
de los periódicos) nada más que por un mes, y acabaré con la hipnosis!”,
exclamaba Robert Williams[4] en 1920. Williams ha cambiado después de postura,
pero la Fleet Street espera, como en el pasado, el puño del proletariado… Los
obreros elegirían sus representantes, no en las circunscripciones electorales,
establecidas para engañarlos, que actualmente dividen a Inglaterra, sino por
fábricas y talleres. Los Consejos de diputados obreros (Soviets) renovarían de
arriba abajo todo el aparato del Estado. Los privilegios del nacimiento y de la
riqueza desaparecerían con la adulterada democracia mediatizada por los Bancos.
Se establecería una verdadera democracia obrera que reuniría la gestión de la
economía del país con su administración política. Un Gobierno por primera vez
verdaderamente apoyado en el pueblo establecería relaciones libres,
igualitarias y fraternales con la India, Egipto y la demás colonias actuales.
Concertaría sin dilación una poderosa alianza política y militar con Rusia
obrera y campesina. Esta alianza se establecería por largos años; los planes
económicos de los dos países serían concertados por largos años, de modo que
coincidiesen en los puntos útiles. El intercambio de los bienes, los productos
y los servicios entre los dos países, complementarios uno del otro,
elevaría a un grado sin precedente el bienestar material y espiritual de las
masas laboriosas de Inglaterra y de Rusia. ¿Sería tan lamentable? ¿Y por qué
hay que justificarse de la acusación de querer introducir en Inglaterra el
orden soviético? La burguesía pretende, aterrorizando a la opinión pública
obrera, inspirarle el saludable temor de cualquier atentado contra el régimen
británico actual. Y la prensa obrera, en lugar de desenmascarar implacablemente
esta política de hipnosis reaccionaria, se adapta a ella cobardemente y,
por eso mismo, la sostiene. Es lo propio de los Macdonald.
Los oportunistas ingleses, como los del continente, más de una vez han
dicho que los bolcheviques no habían llegado a la dictadura sino gracias a la
lógica de la situación y a despecho de todos sus principios. Sería
profundamente edificante examinar desde este punto de vista la evolución del
pensamiento marxista y revolucionario en general, en la cuestión de la
democracia. Nos vemos obligados aquí a limitarnos a dos testimonios de curso.
Ya en 1887, Lafargue[5], uno de los más próximos discípulos de Marx, unido a
este último por lazos personales, trazaba en estos términos el desenvolvimiento
general de la revolución en Francia: “La clase obrera dominará en las ciudades
industriales, las cuales, convertidas en centros revolucionarios, formarán
una federación para atraer a los campos al lado de la revolución y vencer la
resistencia que se organizará en las ciudades mercantiles y marítimas, tales
como El Havre, Burdeos, Marsella, etc. En las ciudades industriales, los
socialistas deberán tomar el poder local, armar a los obreros y organizarlos
militarmente. “Quien tiene armas tiene pan”, decía Blanqui. Abrirán las puertas
de las cárceles, pondrán en libertad a los ladronzuelos y guardarán a los
grandes, banqueros, capitalistas, grandes industriales, grandes propietarios, etcétera,
bajo cerrojo. No se los molestará, pero se los considerará como rehenes
responsables de la buena conducta de su clase. El poder revolucionario
se formará por la simple conquista, y sólo cuando el nuevo poder sea
completamente dueño de la situación pedirán los socialistas al llamado sufragio
universal la sanción de sus actos. Los burgueses han tenido durante tanto
tiempo alejadas de las urnas a las clases desposeídas, que no deberán
sorprenderse demasiado si todos los antiguos capitalistas son privados de los
derechos electorales hasta el momento en que haya triunfado el partido revolucionario.”(P.
Lafargue, Oeuvres complètes, tomo 1, pág. 330.)
Para Lafargue no se decide el destino de la revolución con la
convocatoria de una cierta asamblea constituyente, sino por la organización
revolucionaria de las masas en la lucha contra el enemigo. “Una vez
establecidas las instituciones revolucionarias locales, éstas deberán organizar,
por vía de delegación, un poder central al cual incumbirá el deber de
tomar la medidas generales exigidas por el interés de la revolución y el de
oponerse a la formación de un partido reaccionario.” (Idem, ídem.) Claro está
que estas líneas todavía no contienen una definición algo precisa del sistema
soviético, que, en general, no se deduce de un principio a priori, sino
que es el producto de la experiencia revolucionaria. Sin embargo, la
constitución del poder revolucionario central por vía de delegación emanada
de los órganos revolucionarios locales en lucha con la reacción se aproxima extraordinariamente
por su concepción al sistema soviético. En cuanto a la democracia formal,
Lafargue define en todo caso con admirable claridad su actitud. La clase
obrera no podrá obtener el poder sino por vía de conquista revolucionaria. “El
sufragio llamado universal”, como irónicamente se expresa Lafargue, no podrá
ser instituido sino después de que el proletariado se haya hecho dueño del
Estado. Aun entonces los burgueses deben ser privados de los derechos electorales
y los grandes capitalistas tratados como rehenes. Quienquiera recuerde las
relaciones de Lafargue con Marx no podrá dudar de que Lafargue expuso sus
reflexiones sobre la dictadura del proletariado luego de numerosas
conversaciones con Marx. Si Marx no dilucidó por sí mismo en detalle estas
cuestiones, fue, naturalmente, por la única razón de que el carácter de una
dictadura revolucionaria de clase era obligado a sus ojos. Lo que Marx ha dicho
en 1848-49, y también en 1871, a propósito de la Comuna de París, no permite
dudar de que Lafargue no ha hecho sino desarrollar las ideas del maestro.
No fue Lafargue el único partidario de la dictadura de clase opuesta a la
democracia. Ya en la época del cartismo se expuso esta idea con suficiente
claridad. El Poor man’s Guardian, con ocasión de la proyectada extensión del
voto, propuso “la única reforma justa: ¡únicamente los productores de bienes
económicos deben tener el derecho de legisferar!”>[6] La importancia del
cartismo consiste precisamente en que dio un cierto modo durante diez años una
anticipación sumaria de toda la historia ulterior de la lucha de clases. Bajo
muchos aspectos, el movimiento retrocedió a continuación. Amplió su base,
acumuló experiencia. Ineludiblemente retornará, sobre una base nueva y superior,
a no pocas ideas y métodos del cartismo.
[1]Nota Editorial. Lord
Eduardo Enrique Carson. Conservador militante y adversario de la autonomía
irlandesa. En el curso del verano de 1914, Carson organizó un levantamiento
armado contra el Gobierno inglés con el fin de defender a Irlanda contra el
Home Rule, o autonomía administrativa, que acababa de concederle la Cámara
de los Comunes. El levantamiento empezó en el Ulster, provincia del Norte
de Irlanda, la más rica e industrial de la isla. La burguesía del Ulster, dirigida
por Carson, pretendió separar al Ulster de Irlanda, pensando arrancar de este
modo al Gobierno irlandés su base económica. Carson preparaba el
levantamiento desde 1912, esto es, a partir del momento en que fue presentado
al Parlamento británico el bill sobre el Home Rule. Sostenido por la burguesía
del Ulster y por los conservadores ingleses, Carson había armado sin dificultad
a más de 100.000 hombres. Al ser votado el bill por los Comunes,
Carson declaró que “los fieles súbditos de Su Majestad que habitaban el Ulster
no querían ser separados de la Gran Bretaña”. Se constituyó en el Ulster un
Gobierno provisional. Por la misma época, los partidarios de la
independencia irlandesa, los sinn-feiners, se armaban en el Sur de la isla. El
Gobierno inglés resolvió emplear la fuerza contra Carson; pero las tropas se
negaron a marchar contra los del Ulster. El desafío lanzado por Carson no fue
recogido. La guerra mundial interrumpió estos acontecimientos. A pesar de su
papel sedicioso, Carson, sostenido siempre por los conservadores, recibió en
1917 la cartera de Marina, y hasta 1918 formó parte de un Gabinete de guerra.
Nunca vaciló en tomar la defensa de la burguesía irlandesa e inglesa y reprimió
duramente el movimiento de los sinn-feiners.
[2] Nota Editorial. El
Parlamento de Westminster. El Parlamento inglés, llamado también Cámara de los
Comunes, reside en el palacio de la abadía de Westminster, en Londres.
[3]Nota
Editorial. Juan Roberto Clynes es uno de los líderes de la derecha del Labour
Party. Miembro del Comité Ejecutivo del L. P. Inspector de avituallamiento en
el Gabinete liberal-conservador de Lloyd George en 1918. Ministro (lord
canciller) en el Gobierno Macdonald, lo que le valió ser elevado a la dignidad
de par. En política exterior, pacifista y partidario de la Sociedad de
Naciones. Diputado en los Comunes y presidente de la Federación de obreros no
[4]Nota Editorial. Roberto Williams. Uno de los líderes de las
Trade-Unions inglesas. Miembro del Partido Obrero Independiente. Antiguo
secretario general de la Unión de los Obreros del Transporte. Por un momento se
colocó entre los jefes de la izquierda de las Trade-Unions inglesas y hasta se
adhirió al Partido Comunista. Fue excluido de éste en 1921, a causa de su
actitud del Viernes Negro, en el cual la traición de los líderes sindicales
llevó al fracaso de la huelga de mineros. Williams ha evolucionado después a la
derecha; actualmente es uno de los más celosos enemigos del comunismo.
[5] Nota Editorial. Pablo Lafargue (1842-1911) fue una de las
grandes figuras del socialismo francés. Yerno, amigo y discípulo de Carlos
Marx, que le convirtió en adepto del socialismo científico. Hallándose en
Burdeos en 1871, Lafargue intentó provocar un movimiento en favor de la Comuna;
pero fracasó y tuvo que pasar a España. En este país, luego en Portugal,
desempeñó un papel influyente en el movimiento obrero, organizó las Secciones
de la Internacional y combatió las tendencias bakunistas (anarquistas).
Lafargue participó en 1872 en el Congreso de la I Internacional, que se celebró
en La Haya. De regreso en París en 1880, fue el jefe reconocido y el teórico
del partido socialista francés, y combatió sin descanso todas las desviaciones
del marxismo. Se le deben importantes trabajos científicos y numerosos
opúsculos. Algunas de sus obras, como la Evolución de la propiedad y El
determinismo histórico de Karl Marx, han sido traducidas a casi todas las
lenguas europeas. A los sesenta y nueve años, Lafargue, consciente de la
imposibilidad de continuar su vida de militante y de teórico, se suicidó con su
compañera Laura.
[6] Nota León Trotsky.
Hecho curioso: dos siglos más tarde, en 1842, el historiador Mcaulay, protestando
en su calidad de miembro de Parlamento, contra el sufragio universal, aducía razones
idénticas a las de Cromwell.